Anais Nin y Frida Kahlo

Por Margo Glantz

De Anais Nin decía Henry Miller que era especial, especial porque carecía de conciencia de culpa, especial porque podía vivir cualquier situación sin inmutarse. Un triángulo perfecto con Miller y con June, esa mujer a quien otras mujeres paraban en la calle para decirle: «Usted es la mujer más bella del mundo», y se lo decían tanto en Nueva York como en París. Anais Nin no era tan bella, pero soportaba vivir compartiendo con June (de la cual a su vez estaba un poco enamorada) al vital autor de los Trópicos de cáncer y de capricornio. June, dice Miller, se divorció porque estaba celosa de Nin. Anais estuvo mucho tiempo oculta, o mejor, fue conocida por un grupo de amigos que la admiraban y la apreciaban en lo que valía (entonces). Ya había, naturalmente, empezado a escribir sus diarios hacía mucho tiempo, desde el momento mismo en que, separada de su padre, quiso estar cerca de él mediante un cuaderno de escritura que llenaba el vacío y tendía cualquier puente. Y no sólo escribía diarios sino hasta novelas pornográficas para mantener a sus amigos escritores y artistas, además de novelas publicadas y poco leídas antes y ahora. Luego, sus diarios la hicieron famosa, a una edad madura. También Miller empezó a tener su juventud (él lo afirma) entre los 40 y los 50 años, cuando estuvo en Francia, y pudo empezar a escribir sus obras más famosas, publicadas en editoriales marginadas, vergonzosas; sus libros se vendían en rincones apartados de las librerías o debajo de otros libros, o lo que es peor aún, en ediciones escritas en lenguas extranjeras, distintas a las que se hablaban en el país de origen de la escritura. Anais escribió sus textos eróticos con un seudónimo. Luego, sus diarios (por su naturaleza misma debieran haber sido secretos) fueron publicados en vida de la autora. Ahora son best sellers y se venden como los libros de Sade, otro autor proscrito hasta hace muy poco, en cualquier supermercado. Es más, en cualquier revista podemos ver el nombre de Nin inscrita en la magia volátil de un aroma. Anais Nin ya no es la escritora perfecta, la que conocían sus amigos, la que apreciaban sus interlocutores cercanos. Anais Nin es una escritora que conoció la fama durante la última década de su vida, y la sigue conociendo ahora tanto en forma de libro como embotellada en un perfume, silenciosa y secreta como ese perfume delicado, prohibido, hecho especialmente para Audrey Hepburn, o ese otro prohibido por su precio y por ponerle gozo a la vida. ¿Quién que es mujer no quisiera tener un Joy? Anais Nin tiene un aroma que lleva su nombre y se agazapa cerca de la oreja de una neoyorquina o una parisiense, emerge en la suave fragancia floral de una gota de perfume.

Aquí podríamos citar a Jünger, el nazi, pero magnífico escritor, quien decía en uno de sus aforismos «¿Por qué vemos a tantos autores quejarse de ser subestimados? Lo contrario es mucho peor».

Ahora la fama aguarda a Frida Kahlo a quien comparo con Anais Nin. Los diarios de esta escritora repiten, como cualquier diario, por supuesto, el pronombre en primera persona. No es difícil leer en esas páginas la palabra yo, no es difícil leerla, al contrario la palabra yo pulula como las arenas sobre la playa. No hay diario sin pronombre personal. El eco de Narciso asoma y las reflexiones en torno al yo son primordiales. Pero en Anais el yo revela un narcisismo exagerado, un deseo permanente de teatralidad, de exhibición; el autorretrato en Frida revela una necesidad de conocerse. Me detengo: Un diario es siempre un deseo de conocimiento. El que se escribe necesita conocerse. Nin materializa sus deseos y eterniza sus memorias, y en ellas es el centro. Frida es reiterativa, y su acción pictórica es perpetuamente espectacular. Espectacular en el sentido más perfectamente literal. Su caballete y sus pinceles están situados enfrente del espejo y es enfrente de éste que Frida pinta. La luminosidad del ambiente se revierte en el cristal de la mirada y la mirada se fija, curiosa, extenuada, en ese espejo que le devuelve un rostro. Rostro particular, rostro enmarcado por una masa capilar que se extiende y ramifica para decorar las zonas que debieran estar desnudas. El bigote, inusitado en una mujer, o por lo menos depilado en las que lo tienen, brota perfecto, más perfecto aún por la complacencia con que Frida lo coloca, pelo a pelo, sobre el labio superior en connivencia estética y armónica con el pelo que se crece sobre los ojos y se desliza hasta formar una línea continua sobre la nariz. Así, trenzas, bozo y cejas forman un todo continuo, un todo continuo que animaliza y embellece, y la prueba de ello es la cercanía que Frida mantiene, embelesada, con esos changuitos que como su rostro pululan en torno a ella, repitiéndola, espejándola. La proliferación de vegetación tropical que se nota en los fondos de los cuadros, aun en aquellos que pudieran ser más sobrios, como el de la abuela Morillo, es la consecuencia directa de esta exageración. En los cuadros de Frida hay una gestación y una proliferación perpetuas, proliferan los frutos, el cabello, el color y los autorretratos.

Para ella la maternidad es fundamental. Perogrullada. Pero la maternidad falla porque el cuerpo está destrozado, perforado, dañado para siempre y la maternidad es aquí solamente asesina. Es la sangre que mana de los agujeritos múltiples de la mujer asesinada por «unos cuantos piquetitos», es la mujer cuyo torso es un cuerpo mutilado pero gestador de excrecencias que se multiplican y pasan a formar parte del fondo como paisaje y como materia plástica perfecta. La proliferación selvática en Frida es la maternidad que no se dio en la vida y se da en los cuadros, ramificándose en los árboles, en los frutos, en la cara, en forma de vellosidades múltiples.

Ese traje encubridor de los defectos, de los corsés, el traje, producto de un folklorismo que puede parecer provocado y artificial, es para mí, la prenda necesaria y definitiva de esa proliferación ¿Cómo enmarcar la abundancia y la proliferación? Sólo pueden ser un marco adecuado los encajes, los olanes, los listones que se enredan entre las trenzas y se convierten en cabellos, los bordados que repiten, a veces con ingenuidad, las flores y los frutos que determinan el entorno, ese entorno que jamás se deja vacío, ni siquiera con un color detonante, pero liso, ese entorno que es como el cuadro que Frida regala a Diego, un marco digno de su contenido, un marco donde, otra vez, proliferan los frutos del mar, conchitas y caracoles que se trenzan delicadamente al retrato y se eslabonan dentro de él para repetir la entrega. Las conchas y los caracoles marinos, frutos del mar, como los mangos y los plátanos y las piñas son los frutos de una tierra tropical. Y en los trajes de tehuanas que vengo describiendo se gesta también una reflexión. Reflexión coloreada y pulcra: La mujer tehuana es quizá la mujer más definida de todas las mujeres mexicanas. Lola Olmedo aparece, maravillosa, pintada por Diego, en un cuadro donde su rostro, sus pies y sus manos son frutos, y el trasfondo la duplica o la multiplica porque a la vez el traje de tehuana le otorga una carnalidad perfumada y caliente, propia de esa tierra donde las mujeres visten un traje que las hace a la vez santas (por el halo que les da el tocado) y lascivas (por la estentórea carnalidad con que el traje las realza). Un traje de tehuana me recuerda a una piña y me la recuerda sólo cuando veo los cuadros de Frida. La pulpa, la carnosidad frutal son especiales. En esa carnosidad no existe la sangre, en cambio en la carnalidad femenina la sangre prolifera e inunda el cuadro, incontenible.

Frida Kahlo se observa y de su mirada poblada surge el pincel (hecho de pelos de sus cejas) definiendo un yo que nunca acaba de asirse cabalmente, y por ello, recomienza ante nuestros ojos (y los suyos) perpetuamente.

En: Cervantes virtual

Sobre Margo Glantz