Por Diamela Eltit
La pasión, como uno de los territorios en los que se confrontan los límites humanos, constituye una constante tras la que se articulan los materiales privilegiados del arte y particularmente de la literatura. La escritura que narra el drama sentimental inexplicable, artero, incontrolable ha sido magistralmente abordada en las obras principales que conforman el trazado de la literatura occidental. Ya con Edipo Rey y su irreversible sino trágico nos recorre la amplia gama de transgresiones familiares pensables y posibles, y desde allí se puede registrar la emergencia del sujeto en crisis -siempre ajeno y culpable a la vez- que se configuró como un espacio extremo al que podía arribar el relato literario.
Precisamente por el poder simbólico que porta la literatura es que la última transgresión posible, como es la acción criminal, ha podido traspasar la barrera del legítimo horror que provoca una determinada realidad sin mediaciones, para reponerse en otra vertiente de legibilidad que otorga la ficción literaria, porque nos permite atisbar la parte dramática en la que se articula una determinada poética de las emociones.
El sujeto femenino históricamente signado y consignado por la cultura como el sujeto de la pasión por excelencia, debido a la distancia con que la misma cultura la separó del pensamiento científico y de la conciencia racionalista del mundo, ha sido protagonista de innumerables secuencias pasionales, ligadas mayoritariamente al suicidio. Por otra parte, un número considerable de obras narrativas escritas por mujeres ha optado por hacer de su centro narrativo la sentimentalidad y allí el destino fatal de un amor imposibilitado de consolidarse.
Quiero detenerme en un libro que se cierra sobre un único universo: mujer y delito. Cárcel de mujeres, publicado en 1956 por Editorial Zig-Zag en Santiago, es una obra de género incierto. A medio camino entre el testimonio, la autobiografía y la ficción, recoge la experiencia carcelaria de María Carolina Geel, escritora, mientras purga su condena por haber asesinado a su amante en el salón de té de un lujoso hotel santiaguino de la época. Este crimen pasó a formar parte de la historia de la crónica roja chilena por la espectacularidad pública con que se llevó a cabo y, muy especialmente, porque incriminaba a una renombrada escritora nacional.
Con la publicación de Cárcel de mujeres, el delito cometido por María Carolina Geel alcanzó un nuevo formato y puso a su autora en el espacio mediador de la literatura, vale decir, el crimen se resguardó tras el prestigio editorial que le otorgaba el objeto libro, publicado por la editorial de mayor prestigio de su tiempo.
Un prólogo peculiar
Se trata, sin lugar a dudas, de un libro particular en varios sentidos. En primer término, habría que detenerse en el prólogo realizado por un influyente crítico chileno que ejerciera su labor desde el diario más poderoso y conservador del país, El Mercurio. Hernán Díaz Arrieta -Alone- alcanzó un enorme poder cultural desde la tribuna de El Mercurio, ya canonizando o desautorizando obras literarias, hasta transformarse en un juicio imprescindible a la hora de establecer jerarquías y valoraciones en el transcurrir de la literatura nacinal. Este es el mismo crítico que se encarga de prologar el libro Cárcel de mujeres y su gesto excede el mero trabajo de presentación para establecerse, en cierto modo, como protector o defensor no sólo de los materiales que el libro va a contener, sino especialmente avalando a su autora María Carolina Geel para reponerla en el estatuto de escritora, volviendo ambiguo y ficcional su acto criminal.
Una lectura atenta a este prólogo, escrito en la década de 1950, por un crítico filiado al pensamiento conservador, va revelando la fascinación que a éste le produce la conexión entre crimen, escritura y cárcel. Subliminando el espacio carcelario, Alone vislumbra la reclusión como el sitio idílico para la producción literaria, cuando compara la situación de Geel con la de Oscar Wilde o Cervantes. Desde estas referencias, el crítico incita a la narradora reclusa a escribir, amparándose en ejemplos extraídos de la alta cultura europea: "Escriba, cuente, diga simplemente cuanto sepa; porque, aunque se trate de usted misma, usted no lo sabe todo".
Apelando a un tono no exento de dramatismo, Alone se hace parte de la épica de María Carolina Geel en la cárcel y a su vez su propia épica radica en que esta escritora reclusa produzca un texto que recoja el "privilegio" de escribir en la cárcel, privilegio que corresponde al espacio ensoñado por Alone, así como su deseo de impulsar una obra carcelaria. De hecho, según el prólogo de Alone, él es el receptor primero de las páginas informes que luego van a dar origen al libro, libro dictado por el deseo de Aone o bien el libro como resultado de un pacto cultural entre el crítico y la escritora, para soslayar así la sanción social que provocara la transgresión misma del crimen.
A medio camino entre la disquisición filosófica y la disposición de conceptos provenientes de la sicología, la presentación de Alone se empeña en aludir a la pluralidad que porta el sujeto, a ese remanente fatal e imprevisible que se aloja en uno de sus resquicios y que lo vuelve irresponsable de sus actos. En ese lugar de irresponsabilidad y de misterio ontológico ubica Alone a María Carolina Geel.
Alone alude a un cierto "sonambulismo" (como lo tenue, lo ensoñado) que atraviesa al texto y a la vez, paradójicamente, le otorga al libro Cárcel de mujeres una lógica que estaría reñida con el caos de la locura criminal. Este prólogo excede la presentación tradicional en la medida que el crítico se pone en varios lugares a la vez. Desde la filosofía llega a la sicología hasta erigirse como el propulsor del texto mismo, un libro híbrido, escrito por el pedido epistolar de Alone, quien "convence" a la autora de la necesariedad de redimirse y así redimir el crimen por la escritura.
Insiste el escritor del prólogo en que María Carolina Geel al asesinar al amante, en realidad se ocasionó su propia muerte, pues se retrotrajo hacia un lugar indeterminado de "senderos irreales, desprendida, entre calle y casas de fantasmagorías". Y entonces es a él a quien le corresponde actuar porque "los que permanecen vivos tienen esa obligación de tender la mano a quienes van hundiéndose, sin ánimo ya ni deseo de remontar el aire para respirar". Pero por la posición del prólogo que forma parte concretamente del libro, el crítico es un participante de la cárcel de mujeres, se introduce en el espacio del delito y de lo convencional femenino, ya como poder masculino o bien como una palabra sentimentalizada que lo transforma, en el interior del libro, en un femenino más.
El poder de la escritura
Luego, aparece la voz híbrida de la naradora, una voz que rehúsa darse un nombre y que se va a abocar a dos tareas: por una parte a describir a las mujeres internas de la cárcel y, por otra, en una aguda tarea diferenciadora, a ubicarse a sí misma como aquella atrapada desde siempre en el interior de la cárcel de su propia mente.
El libro no pasa por el espacio previsible de la confesión y el arrepentimiento para llegar al perdón por su falta. De hecho el texto evade de manera sistemática la palabra "asesinato". Se trata más bien de instalar el poder de la escritura como arma y estrategia para obtener un determinado salvamento social.
La voz de la protagonista del relato va a revelar su carácter letrado en el interior de uno de los espacios más frecuentados por el sujeto subordinado, como es el espacio carcelario que congrega a las delincuentes comunes. Contra la arreflexividad con la que convencionalmente se define lo lumpen, en cuanto a zona de pulsiones y de rencores, surge esta voz dotada de saberes, de éticas y estéticas, para organizar así una interioridad violentamente diversa a los seres que pueblan su entorno.
La diferencia, desde luego, radica en la escritura, en el poder total que le otorga el construir un sujeto que se dota de una subjetividad plena, mientras escribe a las otras desde una mirada externa y premeditadamente superficial. Así, la protagonista se organiza dualmente no sólo en cuanto narradora del relato, sino además por la distancia conceptual que la separa del resto de las asiladas: un microespacio recorrido por rateras, prostitutas, alcohólicas, cuyo hacer o mal hacer es idéntico a su ser, puesto que de cada personaje se extrae una identidad burda y tosca que la va ratificando en un lugar social fijo y subordinado.
La ficción del convento
Pero más allá de las estrategias textuales, la cárcel constituye un lugar de iniciación para la narradora. Iniciación múltiple y compleja, pues la protagonista, escindida, experimenta la cárcel como material de escritura, a partir de su observación de las demás, y por su posición social -ella está en una sección especial del reclusorio, el pensionado- puede escoger, a su vez, la autoexclusión que le permite aislarse de la convivecia diaria con las otras prisioneras. Habita así en una especie de cárcel dentro de la cárcel y este juego de reclusiones le permite una ficción del encierro que resulta más afín a la experiencia conventual que a la relidad carcelaria.
No obstante, es a partir de esta ficción del convento donde se permuta la cárcel por el claustro. Un claustro desde donde atisba el mundo degradado de las mujeres de la cárcel. Una degradación que pasa a formar parte de su propio proceso de expiación, que consiste en la obligación a observar este universo impuro e imperfecto que le recuerda la dimensión del delito que la lleva a esta experiencia.
No es la reclusión el síntoma que provoca más angustia en la narradora, sino tener que coexistir, aun en la distancia, con las otras desde sí misma, las delincuentes que, anecdotizadas y caricaturizadas por la narradora, se vuelven figuras monstruosas no en tanto representantes del "mal", en el sentido más sagrado del término, sino por el carácter de inferioridad psíquica y social que la escritura va demarcando.
De esta manera se establece con fuerza la óptica burguesa centrada en el clasismo y en la calidad de una determinada interioridad. El femenino que la obra construye radica en la sensibilidad extrema, en la extrema discreción y aun en la inteligencia de ir asumiendo el nuevo contexto precisamente para construir la integridad del propio texto. La cuota de horror que le provocan los nuevos saberes que la cárcel va entregando es vivida con serenidad y hasta comprensión de los nuevos hábitos.
Una fina ironía recorre la escritura cuando describe a las otras, donde la gran paradoja parece ser el drama de enfrentarse, aun en su oblicuidad, a seres dotados de una moral rudimentaria. La gran épica que atraviesa el libro es entonces el castigo de permanecer junto a lo más excedencial que convoca el sujeto femenino.
El alter ego de la narradora lo va a constituir la figura de la monja, pues el reclusorio es manejado por la congregación religiosa del Buen Pastor. Las monjas son descritas como "mujeres que deben acorazar sus pudores y la finura de sus costumbres, de raigambre aristocrática, frente a las otras, para cuya gran mayoría no hay más ley que la violencia,ni más principio que el deseo".
Dentro de este grupo de religiosas, la narradora encuentra su paridad en la madre Anunciación, quien intenta introducir a la protagonista en el amor a Cristo. Pero, más allá de la imposibilidad de un encuentro con Dios, porque es agnóstica, la protagonista ve en la monja un "espíritu" semejante al suyo en tanto víctima de las otras mujeres de la cárcel. La protagonista se detiene en el sacrificio de la monja -donde lo sacrificado es el halo aristocrático- para donarlo al servicio "sin tregua con seres que la vida situó exactamente en el cabo opuesto de los mandatos morales".
De esta manera, se configura una alianza entre la reclusa y la monja. La monja en la cárcel tiene una doble función: se presenta como la redentora moral a través del catolicismo, pero también es la encargada de que se cumplan las leyes penitenciarias. Desde un doble poder sagrado y civil, la monja encarna la ley de Dios y los códigos de justicia cuando se convierte en la carcelera. Así la monja, subordinada al poder masculino, se hace la representante de ese poder ante el universo de mujeres que caen bajo su estricta vigilancia. La protagonista se alía a esa figura subordinada a los poderes centrales, pero que aun en su subordinación se erige en la figura dominante del espacio de la cárcel.
De esta manera, la protagonista se territorializa junto a la monja y esta ubicación no está conectada con la religiosidad, puesto que no es creyente, sino más bien se trata de una idéntica relación con el poder que es el de la clase. En ese sentido, su formación dentro de la más estricta cultura burguesa le permite organizarse detrás de una actitud que bordea el misticismo cuando opta por aislarse en su propio claustro del pensamiento. Pero esta mísica que atraviesa el libro -su doble retiro de la cárcel a la ficción del claustro- mantiene fuertes nexos con lo profano.
Un panóptico
La protagonista, doble o triplemente aislada, conserva sin embargo una visión controladora sobre los sujetos femeninos que pueblan la cárcel. Su mirada se transforma en un panóptico (siguiendo el pensamiento de Michel Foucault en su obra Vigilar y castigar) cuando su mirada se hace un foco poderoso y omnipotente que observa los cuerpos prisioneros incesantemente sin que a su vez sea vista por nadie. Una visión que controla, clasifica y captura los cuerpos de las mujeres para repenalizarlos en un juicio permanente que se produce dentro del recinto.
La simetría de la mirada le permite lo que la ley no le permite: juzgar sin ser juzgada. Su cuerpo no circula, se confina como haría una novicia, para observar como si estuviese detrás de una tupida reja las formas que caracterizan a la mujer de la cárcel. Esta mujer carcelaria va a transformarse en su material de escritura, en el texto que legitima la penuria de la cárcel. Quebrando el estatuto tradicional, no es la carcelera la figura estigmatizada a lo largo del relato, sino la de sus compañeras delincuentes, no por la dimensión de sus delitos, sino por la degradación psíquica y moral que las recorre de acuerdo con la mirada censora y persecutoria de la narradora.
Pudor y represión
Desde luego, esta degradación está ligada a la sexualidad, una sexualidad que constituye la real iniciación de la protagonista en la cárcel. La homosexualidad recorre los cuerpos de las prisioneras y sumerge a la protagonista en la angustia de este nuevo saber. A pesar de que entiende el lesbianismo no como una opción, sino en tanto perversión que otorga una especie de sobrevivencia afectiva frente a la realidad carcelaria, la narradora establece un sello moral, como cuando después de escuchar una conversación erótica entre dos reclusas reflexiona: "Oprimí con violecia mis manos contra mis oídos... Por qué en el mundo hay sujetos que se ponen a sufrir por lo que a otros les es connatural".
No quiere oír pero escucha, no quiere ver pero se estructura en la mirada. Más allá de lo que el texto explicita, existe en la protagonista una aguda curiosidad, un afán por enterarse de todo lo que ocurre en el penal, siempre resguardada de la mirada de las otras. Pero los nuevos saberes corresponden mayoritariamente a la esfera de la transgresión sexual con los modelos dominantes. Una sexualidad que a la protagonista la hiere por descarnada y que se transforma en el terror a la sexualidad propia : "... de súbito me llegó el golpe que me hirío a lo largo de toda mi vida: la mujer relataba un hecho sexual".
Pudor y represión se funden en el relato para dar origen a la conjetura acerca de la homosexualidad latente de la protagonista. Efectivamente, cuando atisba, escucha, supone palabras o actos sexuales, la protagonista, de manera evasiva, muestra el recorrido de su propio deseo escondido detrás de su deseo manifiesto de "timidez, huida de la vulgaridad, temor del hombre, anhelo de un aticismo que no hallé jamás. Soledad".
Es el temor al hombre y a la vulgaridad (la del hombre) lo que la lleva a refugiarse en el terreno pagano de la cárcel de mujeres, como si para llegar al espacio puramente femenino hubiera requerido del crimen como corte radical. Una cárcel signada y consignada por la evidencia explícita de la pulsión lésbica que al escribirse, al darle un nombre, se constituye en una forma de consumación. Pero darle nombre y forma implica a su vez degradar su propio deseo, dejar fluir la materia lésbica a partir del cuerpo otro de sí misma, a esa parte suya que el crítico, Alone, señala sabiamente: "aunque se trate de usted misma, usted no lo sabe todo".
La homosexualidad va a ser la licencia que la cárcel permite una vez que las normativas sociales ya están transgredidas. Desde el centro mismo de la práctica homosexual, la narradora evoca al hombre que la llevó hasta el crimen. De manera reiterada, la protagonista insiste en la necesidad de aislamiento con la vida cotidiana que requirió a lo largo de su vida, y cómo el amante era el único nexo que le permitía una comunicación con el afuera. Pero la necesidad de aislarse no se debe a la timidez o al misticismo, sino que radica en que el afuera o la realidad es vista como un mundo mediocre, una realidad apenas soportada porque su transcurso carece de elegancia y de profundidad. El amante entonces forma parte de esa mediocridad, se hace el representante del afuera, se constituye en el hilo conector con la vida y de esa manera ella se sostiene en él, con la franja de mensoprecio que rodea a lo que se considera débil: "... y yo, sin percatarme, puse ilusión en la legitimidad de la ilusión de él, es decir, de esa inferioridad suya que en cierta forma lo hacía superior al mundo demoniáco de la inteligencia".
Un móvil difuso
La inferioridad del amante, no inteligente, posiblemente no de clase, es tolerada mientras se respete el pacto que los convoca. Pero el pacto se rompe, cuando el amante, casado, queda viudo y, según la narradora, la solicita en matrimonio al que ella se niega, una vez más movilizada por "la espantosa miseria moral que el matrimonio logra infiltrar en los seres". A pesar de reconocer que el amante se iba a casar con una mujer joven, hecho que según la protagonista ignoraba, su relato descarta como movil este crucial acontecimiento, como si la pasión y los celos formaran parte de la indignidad del mundo al cual se rehúsa a sumarse.
Cuando se niega a reconocer los celos como motivación del crimen -porque se vería envuelta en la órbita del conocido y común crimen pasional- las razones se vuelven ambiguas, difusas. Y en el interior de esta ambigüedad se teje la posibilidad de la fatalidad del destino, de un algo ya predeterminado y del cual los dos serían participantes. Entonces, el crimen se trataría de un acto compartido entre víctima y victimario, ya presagiado desde el encuentro cuando él la acompaña a comprar una pistola, hecho que marca el inicio de la relación entre ambos.
La pistola triangula la relación; él elige acompañarla en su búsqueda para comprar un arma entre 400 hombres que trabajan con ella. Este hecho augural, teñido de elementos mágicos, va a formar parte del convencimiento de que el amante es el agente de su propia muerte, que ella no hace sino obedecer su deseo y en ese sentido es que se invierten los papeles, pues la frágil barrera entre víctima y victimarios se vuelve intercambiable. Pese a que no se concreta la primera compra, aunque en esa primera salida no se cumple el objetivo de la pistola, si da origen a una relación amorosa entre ellos en donde la pistola va a ser diferida para otro momento, cuando, sin razones aparentes, más que una vaga, buscada ruptura, se precipita el instante del disparo y junto con el disparo se concretiza el deseo antiguo de reclusión de la protagonista, ese deseo de pasar inadvertida.
Pero para hacerlo, paradójicamente, necesita del escándalo y de la publicidad, requiere enfrentarse al juicio que le resulta siempre mediocre de los demás, para escribir en la cárcel el texto de la otra reclusa, de aquella movilizada por pasiones descontroladas y así borrar el descontrol propio, su propia pulsión criminal, esa masa de sentimientos humanos que no es capaz de reconocer que la habitan, ni menos de integrarlos balanceadamente a su estructura.
Entonces, Cárcel de mujeres es el resultado de una experiencia radical, pero es también una operación desinada a escamotear las aristas que la narradora decide sortear. Sin embargo, la escritura como una práctica que se caracteriza por la ambigüedad que portan sus signos deja entrever, con relativa facilidad, las fragilidades en la construcción del relato que emprende.
Allí se filtra la dirección de un ojo voyerista que, en el centro de la descalificación, deja transcurrir la dimensión del deseo del encuentro con esa mujer que le resulta despreciable porque, quizás, es su propio deseo homosexual lo que desprecia y por eso se encarniza no en la legitimidad de la diferencia, sino en el relato de una obstinada desigualdad. Esta política -digamos- reacconaria de la mirada se hace análoga a un determinado manejo de la memoria.
Una memoria que está imposibilitada de reconocerse en el abandono y los celos como causa del crimen para politizar estas causas en tanto causa histórica femenina y develarlas como productos de una tecnología sabia y monotonamente inoculada por los sistemas dominantes. En cambio, la narradora más bien utiliza una vaga filosofía para enaltecerse y evadirse así del estallido de la pasión a la que la conduce su historizado, histerizado crimen pasional.
En: Revista de Estudios Hispánicos 33 (2), 1999.