Por Liliana Heer
“Un poquito más y balancea. Lo hamaco tanto que si tiro fuerte de la cuerda sale volando”, escribe Ana Arzoumanian.
Vuela como el niño del cuadro de Simone Martini, motivo de tapa de Mía, novela a dos voces con innumerables flexiones y tensión retenida: paradigma de La segunda caída.
Has thou know I Fashioned thee,
Child underground?
{¿Has sabido cómo te modelé,
hijo, bajo el suelo?} escribe Swinburne.
El niño abre una cueva en el cuerpo de la madre.
Madre es molde, modder, materia.
Mutter es mut: coraje.
“Resbalaré y lo haré caer por un barranco de tres metros. Respira aún. No llores. No tengo leche”. Así empieza la historia. Hambre y caída, respiración y falta.
“Dales Yahvé, ¿Qué les darás? ¡Dales seno que aborte y pechos secos!” Oseas, 9:14
El personaje infisionado en el interior, impenetrable por el exterior es, como todos los átomos, una ilusión. Marx y Freud sostenían que “Todos éramos miembros de un cuerpo.” Si todos somos miembros de un cuerpo, entonces en ese cuerpo único no hay macho ni hembra ni madre ni hijo.
Blake lo dice así:
“El pecado en el acto sexual no es el del amor sino el de la procreación. Padre y madre y no amante y amada, son quienes desaparecen del Paraíso más elevado. En la resurrección, Jesús es un Malquisedec, sin padre, madre o descendencia.”
Una vez más, Ana Arzoumanian sitúa el conflicto en el espacio prístino. Cuerpo erógeno y cuerpo político confluyen en un decir poético, original por su estado de excepción. Mía está producida con un lenguaje que opera desde adentro y desde fuera del lenguaje, apunta simbólicamente a un estadío de la vida inmanente. El hijo sol héroe y la noche madre dragón pierden sus máscaras, se trasvisten, vagan entre luces y tinieblas. Los universos de ambos personajes convergen, discrepan, parodian con tintes críticos, lúcidos, no sólo dramáticos sino también trágicos, aquello que se espera del amor filial.
Lacan concluye Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis con este epígrafe que introduce el capítulo XX:
“Yo te amo,
pero, porque inexplicablemente
amo en ti algo
más que a ti
el objeto a minúscula +,
Yo te mutilo.”
La dystychia, el mal encuentro, es uno de los temas centrales de Mía. La pulsión con sus dientes de metal desgarra, cava fosas, suspende el devenir, muestra ese nucleo irreductible en el que la belleza no sólo es veladura sino amenaza, anticipo. El orden del caos reina con fulgor granate. El más acá de la amabilidad, la muerte del lugar común, del obligatorio sí porque sí y no porque no, imperan.
En tanto espejismo especular, esta novela denuncia lo que en el amor hay de engaño, privilegia aquello que llama al ocultamiento, opera sobre el hambre, el hambre de mutilar. De ese horror se defiende la protagonista cuando pregunta:
“¿Hay tetas? Y para qué. Es mejor no sentir la ventosa láctea. Cuajados grumos gruesos colman la llamarada, el alarido, la distancia del paladar. La mandíbula y tu lengua como codos, como vértebras, como caderas acalambradas. Tu lengua estirándose de rodillas en la contracción…”
Mía enfrenta a dos seres unidos por un imperativo lógicamente imposible: hacer coexistir la vida entre términos dispares, hacer coexistir aquello que sólo existe fuera de relación.
La primera hazaña, el desafío, el sueño infantil del quiero tener convertido en: Me hubiera gustado. La imagen en las pupilas, el apogeo de la niña en la mirada, la sensación de elegir un segundo nacimiento: “Ahora yo soy él y nadie impedirá que conquiste los mares, sea aviador, torero, cantante, nadie me impedirá poseer a una, a otra, a otra mujer, besar su cuerpo y partir cada noche en el fuego azul de la espera con infinito agradecimiento por haber recibido de alguien más y más: pronunciar el nombre que no es un nombre y contiene a todos: Mamá.”
En estado de trance, la voz del hijo en Mía pide, pide que le cuenten, que vuelvan a contarle, quiere estar en los lunares del traje de Carmen la cigarrera, en el furor, la danza y la risa, quiere perderse en el laberinto, en la espiral del palacio de las entrañas, busca el diente de leche y el anhelo de los minúsculos movimientos cotidianos, los roces:
“Yo tengo buen oído mamá. Te escucho por la humedad del traperío que colgás en el tendedero. Por el olor te escucho, por el olor cercado, impúdico de la madera de tus muebles que quedaron bajo el agua sucia inundada…. Me abandono a lo turbio, al rapto del pasillo, al tirón de la última puerta”.
Leer es un vicio afiebrante, metastásico, polimorfo, una operación que implica riesgos, abre esclusas, privilegia escenas, transforma en propios los textos ajenos, inscribe en el mapa de los sentidos una secuencia siempre distinta y a la vez sobredeterminada por anteriores recorridos ficcionales y reales. Mientras leía esta novela experimenté la resonancia de varios textos: Los verbos auxiliares del corazón, de Peter Esterházy (relato de la muerte de la madre contada por el hijo y relato de la muerte del hijo contado por su progenitora), Mi madre, de Bataille (”Provienes del terror que sentía cuando iba desnuda por los bosques, desnuda como los animales y gozaba temblando. Gozaba durante horas, repantigada en la podredumbre de las hojas: naciste de ese goce”), La Muerte de Gardel, de Lobo Antunes (el ritmo, la respiración heroinómana).
Mientras leía esta novela me acompañaron múltiples maternidades, modelos que testimonian decires, actos que sostienen una trama, consecuencia de la sensibilidad textual que Ana Arzoumanian sutilmente amalgama a los personajes. Desde la figura con vértice ciudadano que da a luz bajo código de monogamia, hasta la pesadilla apolítica de Clitemnestra: el palpitar de una filiación exclusivamente masculina, el parto como empresa cívica, Zeus y su cabeza fértil pariendo a Atenea, la diosa sin madre que renunciará a serlo por los lazos que la unen a su padre. El pretexto de excluir la maternidad femenina desplaza un peligro latente, protege, pero al mismo tiempo incita a violar la norma cívica. Eurípides lo materializa en Medea.
Para concluir, voy a evocar un poema de Mario Trejo, se llama “El combate verbal”:
“Cuando las palabras no nos remiten a un código familiar y domesticado debemos leer en ellas los nombres de un planeta desconocido, nombres para llamar a seres animales y vegetales surgidos tal vez del silicio y no del carbono, piedras desmesuradamente pequeñas para imaginar su peso atroz, rocas ásperas a la vista y dulcemente verdes al tacto, colores que el arco iris ha olvidado.”
El combate, en la escritura de Mía, es cicatriz sobreviviente en el papel, secreto difícil de pronunciar, huella, asfixia, coágulo, inundación, tesoro, tropismo.
Posesión y ejército. Lo bélico arma, desarma, vuelve necrópolis la metrópolis.
Uno de los significados del vocablo Mía refiere a una tropa regular indígena al servicio de España en Marruecos, formada por cien soldados de infantería y otros cien de caballería.
En: Textódromo.