Historias de amor en "Jamás el fuego nunca"



Por Rubí Carreño Bolívar

1.- Libera a los prisioneros

“Las únicas relaciones verdaderas son las clandestinas”, dijo el que había estado callado toda la noche. Había sido una larga conversación sobre lo que habíamos hecho, lo que haríamos o lo que nos gustaría hacer, pero que, evidentemente, por algún motivo, no estábamos haciendo; hablábamos demasiado. Frente a la mesa se encontraba una pareja de pocos años en la que parecía que de verdad jamás el fuego nunca había pasado y los que desde ese día nos convertiríamos en ese bultito a veces insoportable llamado “nosotros”. Estudié al calladito y su aseveración medio cínica, medio realista y, finalmente, romántica en estricto sensu y me sentí capaz, otra vez, de todas las canciones... “volver a los diecisiete, después de vivir un siglo”.

Más que a la vulgaridad del triángulo amoroso la idea del clandestinaje me llevó a un tiempo que no fue hermoso, ni fuimos libres, y cuya única excepción al horror o al tedio, consistía en que los sueños no se guardaban en castillos de cristal: “Si te quiero es porque sos, mi amor, mi cómplice y todo, y en la calle codo a codo, somos mucho más que dos”… Somos mucho más que dos, cantábamos convencidos en el secreto de esa verdad, sotto voce, con el compañero del CODE, del CODEPU, del CADA, de la Célula, de la vida eterna en cinco minutos, mientras allá en la esquina, los chicos pegaban carteles.

Pero la estrategia de cruzar el amor con la política no solo estaba presente en la Nueva canción chilena y la Nueva trova. No solo Víctor Jara y sus estilizados que trataba de convencernos de que su deber era cantarle a la patria y no a “tu boca pequeña dentro de mi boca”. También las Madres de la Plaza de Mayo en Argentina o la Agrupación de Detenidos Desaparecidos en Chile hicieron del amor maternal o de pareja su carencia y su recurso, su razón y su fuerza.

“La vida en un tiempo, en un tiempo fui dichosa…”, cantaban las de la Cueca Sola, y tantas otras retomaban el sempiterno discurso amoroso adjudicado a las mujeres y le otorgaban una significación distinta y poderosa tanto al amor como a su ausencia: ”Si al contemplar llorando las estrellas/ se te llena el alma de imposibles/ es que mi soledad viene a besarte/ para que no me olvides”. En esta apropiación de “Oración para que no me olvides” de Óscar Castro, luego convertido en bolero por Ariel Arancibia y los Cuatro de Chile en los 70, el marxista leninista, el humanoide, el terrorista, el subversivo, mostraba así su cara de hijo y de amante y no sólo el cuerpo detenido y desaparecido, para que no lo olvides.

Una estrategia similar es la que usa Diamela Eltit en Mano de obra cuando toma el poema amoroso de la joven poeta Sandra Cornejo “Algunas veces la historia debería tener compasión y alertarnos” y lo usa de epígrafe para su crítica a la sociedad neoliberal. Y mucho antes de esta novela, en 1985, poco después de las grandes protestas, junto a Lotty Rosenfeld y en colaboración con Mujeres por la vida publican en medios como la revista Cauce y el diario La Época un inserto titulado Viuda. En ella aparece la fotografía de una mujer vestida de negro con el siguiente texto de Eltit:

Traemos entonces a comparecer una cara
Anónima, cuya fuerza de identidad es ser
Portadora del drama de seguir habitando
Un territorio donde sus rostros más
Queridos han cesado.
Mirar su gesto extremo y popular. Prestar
Atención a su viudez y sobrevivencia.
Entender a su pueblo.

No aparecen en este inserto pagado ni las palabras asesino, ni desaparecido, ni proclama política alguna. Sólo queda de los 70 la palabra pueblo como cita ineludible que contextualiza la viudez. El rostro de la viuda aparece en los medios para mostrar que otros rostros queridos han cesado. El Colectivo de Arte hace la llamada a la comprensión de este drama, a acogerlo, no negarlo, y acompaña a la viuda a comparecer ante nosotros.

“¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?” La pregunta de Carver nos desplaza desde el terreno de las prácticas al de las retóricas. La naturalidad con que la violencia, los celos, la envidia y el abandono se yerguen en el nombre del amor se va desarticulando en la medida que las conversaciones en torno al mismo van configurando el cuento. Cuando hablamos de amor en un texto literario, el discurso edulcorado del romanticismo se vuelve inquietante. No es tan fácil aceptar que la mató porque la quería, que lo vistió y lo besó en la boca hasta los doce años, porque qué no haría una madre por sus hijos. La literatura como discurso, que es a la vez una praxis, es capaz, como lo sabemos, de volver extraño lo familiar, en todos los sentidos del término.

En este sentido, el discurso eltitiano sobre el amor es, a lo menos, doble. Por un lado, es la instancia que justificaría y haría tolerable el abuso de poder económico o físico. Sería una especie, como dice la misma Eltit, de “opio de las mujeres”, el discurso que las deja del lado de los pobres y de las potenciales víctimas en tanto deberían soportar y hacer de todo por amor, donde solo las prostitutas cobran. Pero también, como vemos en la mayoría de sus textos, es lo que queda de la mano del otro cuando todo naufraga. Como la literatura, es el supremo resto, el hijo natural de la pobreza y del recurso.

Jamás el fuego nunca, de Diamela Eltit, ha sido leída como la historia de las batallas horrorosamente perdidas: la de la izquierda, la de la pareja y la del cuerpo. Para la crítica mediática su novedad respecto a otras novelas de la autora radicaría en que esta vez el objeto de su mirada no sería el neoliberalismo sino la propia izquierda y su fracaso. Para nosotros Jamás el fuego nunca (2007) es una historia de amor en diálogo con las estéticas populares presentes en la canción chilena y en las manifestaciones políticas de Mujeres por la vida y la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos; en todas estas acciones el amor adquiere una dimensión política.

2. Esta mujer propone que salte y me estrelle…

Cada vez que nos juntamos con mis amigas es para hablar de enfermedades, qué cosa nos duele, qué remedios tomamos, a qué chamanes estamos yendo para la cura milagrosa. El cuerpo está siendo una batalla que se pierde, no sé si más ahora que entonces. Era el siglo pasado, el milenio pasado, me levantaba a las seis de la mañana, me arrastraba de la ducha a las clases con la almohada pegada a la cara, llegaba a fumar un cigarro y a ver a Antonio Camus, que aunque profesor de filosofía no se dedicaba al existencialismo. En medio de las miles de horas de clases me invitó a leer El capital. Camus y la lectura de Marx eran la liberación letrada de la dictadura familiar y nacional, y digo letrada, porque éramos militantes, entonces solo leer, fumar y analizar El capital, nada más.

Me dijo: “Soñé contigo”. Y se acabaron las clases de marxismo. Que no podía, que yo atentaba contra su seguridad interior, que una cosa era “el rojo amanecer” y otra ese rouge y zapatos escandalosos, que ni en sueños golpeara la puerta de su casa y lo invitara a tirar, a tirar todo por la ventana, que él no podía, que no habría ni perdón ni olvido si me quedaba. Hace dos meses la vida le dio un golpe, su polola, joven discípula, le administra los remedios y le lee Jamás el fuego nunca, la novela de su convalecencia:

Esas manos, el absurdo de esas manos unidas mientras parcialmente triunfantes nos tomábamos de la mano ante el sonido de La Internacional, su música, su letra, elocuente o convincente, una fila mítica de cuerpos exultantes y jóvenes, tan jóvenes y ya encadenados a La Internacional, mientras sellábamos un imperioso compromiso con la historia y tú cantabas y yo luchaba por fijar la letra de la canción, no quería equivocarme, era peligroso, sí, cambiar una palabra o una sílaba en el interior de esa letra magna y rutilante y convertir la canción, nada menos que La Internacional, en un lastre, en un completo desastre. (107)

3. Jamás el fuego nunca
¿Y de qué se trata la novela?, le pregunto a la Paula en la estación Irarrázabal del Metro, quince minutos antes de la prueba. Ella suspira compasiva consigo misma, asumiendo desde temprano en la vida que no todos somos ni seremos como ella. Mira, me dice, creyéndose la Diamela, no creo que te sirva mucho que te la cuente, porque la gracia está en cómo está escrita, porque todo transcurre en un mismo espacio, la cama y, por otro lado, hay varias versiones de la historia desencadenadas por un acto final de violencia.

Pero en un segundo pasa del desdén pedagógico al entusiasmo, y me cuenta: “Es la historia de una pareja de militantes de izquierda que todavía viven clandestinos, encerrados en una pieza, y desde ahí recuerdan compulsivamente el siglo XX y sus tragedias. Son una pareja anacrónica en este siglo en que la gente se encierra en casas para hacerse conocida ¿no?”.

Y sigue con su análisis: “Yo creo que hay como una especie de biopolítica doméstica y femenina”, dice agarrando al vuelo la clase de ayer de teoría con una soltura que no le vi a ningún profe. -“O sea, en esa cama-casa ella administra todo lo relativo a la vida: reparte el pan, los remedios y el escaso placer que da el chocolate. La protagonista se define como una lectora, es analista y también lingüista. Lee El capital cuyos párrafos contrasta con la deplorable economía doméstica de la pareja. Y también lee los diarios, donde por supuesto ya no aparecen las viudas o los rastros de los compañeros, solo los rostros de los ex amigos, de los que se traicionaron cuando no hacía falta. De repente, en medio del extremo control para poder sobrevivir, ella se tienta con el enemigo y se compra un vestido rojo y esa es la situación ambigua que a la vez los pierde y los salva. El vestido rojo revela el cuerpo, su deseo, el embarazo. No queda claro si es hijo del compañero, de los compañeros o producto de la tortura. El embarazo radicaliza lo macro y lo micropolítico, se trata de la penetración literal del enemigo, en la célula, en la pareja. Pero también el amor materno rompe las divisiones, es el hijo del enemigo, amante o carcelero, pero, sobre todo, es el amado hijo.

El niño enferma, no pueden salir de la pieza, tendrían que dar sus nombres, salir del encierro y la clandestinidad, intentan salvarlo como lo parieron, por sus propios medios. Fallece. Y la muerte del niño revela otras versiones de la historia. La cama no es una cama, es una tumba compartida con el resto de la célula. Y el niño no murió a los dos años, fue asesinado a palos junto con la madre por un hombre que no pudo perdonarle lo del niño”. –Claro –digo yo–, tratando de alcanzarle los talones y algo más a la Paula. En Eltit la pareja sirve para analizar tanto las políticas de género como las partidistas, o sea la pareja se vuelve el escenario privilegiado para ver la guerra fría que dividió al mundo en dos frentes, y la guerra fría que deja de un lado a los hombres y del otro a las mujeres (me pareció que ese comentario era menos rastrero que declararme feminista, y menos patético que citar las relaciones de sexo y poder en Foucault, eso lo dejaré como medida desesperada, total ahora ella me habla).

Mientras nos aplastan los que acaban de subir en Ñuble me dice imperturbable, como si no estuviéramos prácticamente uno encima del otro: “La cama no es un espacio erótico ni un lugar para el deseo. Es una tumba, porque pululan las almas en pena de sus compañeros asesinados, delatados, muertos”.

-“Como en Mapocho de Nona Fernández”, le digo para quedar bien con ella, pero se enoja y me dice que nada que ver, que en Nona Fernández, como lo dijo Lenka Guakiante en su tesis, los muertos aparecen en clave televisiva, del tipo “Amanecer de los muertos vivientes”, que esto es más bien como Pedro Páramo porque, como te dije, no se mueven de la pieza y eso narrativamente es bien complicado de hacer. Creo que la novela sigue esa tradición latinoamericana en que los espectros no son voces, son cuerpos que comen, hacen el amor y se aparecen por todos lados, pero acá no es como en el realismo mágico en que la corporalidad de los muertos niega la muerte. En este texto –dice con voz de crítica en ciernes– es como en las novelas chilenas del dos mil: Santiago entero es un cementerio clandestino. Así que sí, podría ser como la Nona, en realidad, afirma familiar, mientras evade a la gente que se baja en Rodrigo de Araya.

-“Como en otros textos de Eltit, las mujeres somos capaces de transformar y revolucionar entornos opresivos”, dice mientras sube una mujer embarazada a la que no le dan el asiento. 
-"O sea no se trata de una revolución con guillotina ni con imprenta siquiera”, afirma doctoral, mientras mira con cara de culo a la persona que ocupa el asiento reservado. –“Se trata del deseo, de volver a desear, más allá de todas las heridas, del cotidiano, del fracaso, de la muerte. Y quizás sea por eso que me gusta esta novela, porque el escribir tiene que ver con las ganas de decir. Si en Mano de obra el género, la etnia y la nacionalidad eran irrelevantes en relación a tener o no tener el uniforme blanqueante del súper, en esta novela hay, a mi juicio, un retorno a la primera Eltit, en cuanto a que se retoman los deseos colectivos a partir de la épica triste, pero épica al fin, de un género femenino aún capaz de subvertir los totalitarismos. A partir de este punto se redefine entonces el papel del artista en el siglo que comienza. Se trataría de una especie de militante, un resistente de una secta tal vez rara y medio extinguida , pero con la fuerza de volver a desear y convocar a su comunidad y abre la novela tan entusiasmada como apurada antes que el metro se detenga:

Tengo que levantarme de la cama, ir a la cocina, preparar el arroz, poner en el plato dos panes, solo dos. Tengo que volver a la pieza y pasarme la peineta por la cabeza rota, apaleada, tengo que inventarme unas manos porque no debo salir así a la calle, no quiero delatarte, no es oportuno ni necesario. Me pongo el abrigo. Miro el montón de células que ya están en un avanzado deterioro, me detengo en tus células tiñosas y me dan unas infinitas ganas de decirte: levántate. O decirte: resucita de una vez por todas y salgamos a la calle con el niño, el mío, el de dos años, mi amado niño y llevémoslo al hospital. Debemos llevarlo porque, después de todo, ya no tenemos nada que perder. (166)

Llegamos a San Joaquín, los compañeros caminan con nosotros hacia la salida. No podemos ver si la mujer consiguió o no un asiento, pero la escuchamos cantar bajito una canción de cuna a su hijo:

Llegó con tres heridas
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.
Con tres heridas viene
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte.
Con tres heridas yo:
la de la vida,
la de la muerte,
la del amor.

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Obras citadas



- Castro, Óscar. “Oración para que no me olvides”.
- Eltit, Diamela. Jamás el fuego nunca. Santiago: Planeta, 2007.
. Mano de obra. Santiago: Planeta, 2002.
.  Lotty Rosenfeld. “Viuda”. Sitio web Memoria chilena http:// www.memoriachilena.cl/
- Fernández, Nona. Mapocho. Santiago de Chile: Planeta, 2002.
- Guakiante, Lenka. “Cuerpos silentes: el cuerpo herido como espacio de significación del silencio en Mapocho de Nona Fernández”. Santiago de Chile, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2005.
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Revista Taller de Letras n° 43: 189-195, 2008. Pontificia Universidad Católica de Chile.