Los bordes del sistema: sujeto popular, sujeto femenino

Por Eugenia Brito

El discurso cultural en la multiplicidad de sus hablas y mecanismos, reposa sobre el proceso de constitución de un sujeto que alcanza su identidad en relación con ciertos soportes institucionales. Un primer mito fundante se requiere: la familia. Y esta familia, que parcialmente somete al sujeto dentro de una economía libidinal, no es sino una fuerza política que ejerce, sobre el conjunto de las relaciones de producción, el recorte el proceso que la precede, para así funcionar como célula atomizada y monolítica, deudora y cómplice del Estado y, muchas veces, de la religión.

Según Julia Kristeva, "el Estado representa esa instancia unificadora con respecto al proceso de contradicción que atraviesa a las fuerzas productivas y a las relaciones de producción. La familia "asegura la unidad frente al proceso de la pulsión y el goce. La religión propone que esa unidad estática y familiar se constituya a costa de un muerto, de un sacrificio - el del soma, de la pulsión, del proceso - arrogándose así el privilegio de representar, es decir, de unificar lo que es heterogéneo en la unidad socio-simbólica: el privilegio de manifestar la presión del conjunto y su exigencia de infinito. El arte sería el espacio que afirma que la pulsión y el goce pueden infiltrarse en el conjunto social y que, además, no existen sin producir un corte en su unidad". (Kristeva, 1985).

El arte y, específicamente, la literatura, serían los lugares en los que se cifran las zonas más opacas del discurso, acalladas por la represión y la censura. Un espacio en el que no se sutura la herida, el corte existente entre las pulsiones semióticas y las formaciones culturales que intentan cohesionar el discurso social a través de diferentes mecanismos de control que evitan el desborde o el desacato. Uno de estos mecanismos de poder, consiste en unificar y mantener una férrea complicidad de la familia, del Estado y del discurso

Literatura, historia, discurso cultural

La crítica literaria, específicamente aquélla que trabaja sobre las producciones culturales del pos-colonialismo ha indagado, muy específicamente, en la pregunta por la formación de las naciones, considerando que éstas tendrían como soporte el mito, idea que fuera postulada por el filósofo italiano, Vico, en el s. XVII.

El mito, como manifestación de los llamados "espacios sagrados", cumple con la función de demarcación del territorio, separación de los grupos de acuerdo a una hegemonía simbólica que garantiza el ingreso a un trascendente homogéneo. El mito, relatado en versiones que no hacen sino multiplicarlo en una vasta polifonía, hace su ingreso en las tradiciones populares, en los saberes, las creencias, otorgando perfiles y caracteres a los pueblos y haciendo que sus relatores oficien de escribas: poetas, trovadores, dramaturgos. El mito señala una zona misteriosa, velada, oscura y luminosa a la vez.

El arte, que ha formulado muchas veces su parentesco con el mito, se separa de él por su inclaudicable capacidad de sospecha, por su paradojal asimetría con el componente aglutinador y formador de grupo que es una de las características del mito. El arte es vértigo, lucidez y placer de conocer el inicio de lo vedado que el mito despliega a través de rituales e iconografías, de fetiches y tabúes que sólo a través del arte recuperan el enigma de su innumerable e insospechada procedencia. El mito circula sobre la base de un sacrificio, la sombra de la muerte ahuyenta o incorpora; el arte trabaja en su materia misma con la muerte desde la diferencia que porta el significante, desde la negativa que permite la huella que instaura la escritura, desde la topología que desea su propia negación (convertirse en la madre, ser la palabra madre o las palabras madres). El arte celebra la escena sacrificial, no la censura. Por el contrario, la despliega y exhibe, desmitificándola.

El paisaje abierto por el signo denuncia también una cierta elipsis: lo que se cierra a la emergencia nominante y obturada del nombrar y el tramado (trazado) del escenario en el que acontece el arte.

La literatura, como arte que ocurre en la palabra, tiene también como soporte que hace texto, una historia que se desplaza o metaforiza a través de las operaciones del significante. Operaciones que, en el caso de América Latina, son insistentes: se trata de fundar y volver a fundar territorios que se sustenten sobre la base de un proyecto histórico: las naciones. Pero estos territorios demarcados, más que por una historia común que consolida vínculos, por proyectos políticos que demarcan esos territorios bajo el signo de la dominación y la conquista, van a ofrecer espacios de resistencia. Consignados como colonias, es decir, dependientes, subalternos, muchos de sus parajes y al hablar de parajes me refiero a la mezcla de cuerpos, a la separación por clases, a la sostenida y dura batalla por la supervivencia de los perdedores en esta toma por asalto que está a la base de la fundación de la o las nación(es) y que, sin embargo, la(s) sostienen. Coherentemente con esta perspectiva, los proyectos políticos tomaron en cuenta la geografía como criterio separatista y establecieron organizaciones urbanas tendientes a materializar relaciones concretas de poder con el fin de ejercer un discurso por y para el imperialismo de los colonizadores. Así, Santiago fue una capitanía general y sus gobernantes eran hombres de armas, guerreros, militares a la par que gobernantes.

En el s. XIX, tanto en Chile como en América Latina, las Colonias intentan emanciparse del poder político y económico de España. El conflicto central que anima esta época va a estar centrado en la lucha entre criollos y realistas, los primeros representando la Patria Nueva, los segundos, la Patria Vieja. El conflicto va a escoger para esta lucha política un escenario: el de la tensa y compleja relación entre clases, etnias, sexos. Eros y polis se entrecruzan: pasión política y pasión erótica van a ser los ejes que van a mostrar la convulsa escena cultural sobre la cual se constituye el proyecto de nación. Proyecto que responde a la afiliación, al deseo de pertenencia y apropiación de los hombres a un lugar, un país y que les signa y les consigna como suyo el territorio. El lazo que va a servir para ello va a ser la fraternidad entre pares. Los pares van a ser mayoritariamente masculinos.

El sujeto femenino va a ser el tributo que se disputa como signo de intercambio, con cuya posesión se transita desde una clase a otra, posesión que garantiza el ingreso a una clase y por lo tanto, señal de poder.

El sujeto femenino y el sujeto popular (división por género y división por clase social, en ambos casos divisiones étnicas) van a ser las franjas que van a demarcar el sistema que instaura políticamente el proyecto de nación desde el s. XIX.

La propuesta de lectura de dos grupos de textos va a dar cuenta: en el primer caso, de la represión ejercida sobre el sujeto femenino y en el segundo, de la represión ejercida sobre el sujeto popular.

En el primer caso, la lectura de la novela "Martín Rivas" de Alberto Blest Gana (1862) en correlación con la breve novela "Teresa de Rosario Orrego" (1870), nos va a permitir dilucidar las tensiones políticas existentes en el período poscolonial en Chile, la pugna de los imaginarios para consolidar su poder y las luchas entre criollos y realistas para después abrir paso a vastos sectores conservadores que se intersectan con la gestación del pensamiento liberal.


Mientras en "Martín Rivas" se trata de consolidar el ingreso del país al proyecto cultural de la letra impresa y con ello a la modernidad, las relaciones entre hombre se basan en la fraternidad. El intercambio se mantiene entre el poderoso especulador, don Dámaso Encina y el estudioso e intachable Martín Rivas, sobre la base de una negociación que requiere la legitimación del saber letrado como bien. Así, Martín Rivas, como abogado, pone en orden los negocios de don Dámaso, impide la caída de su hijo el afrancesado y torpe Agustín y obtiene de paso el amor de Leonor, la hija de Dámaso Encina. El matrimonio entre ambos celebra el triunfo de la cultura letrada, la que adquiere de esta manera una retórica y una erótica.

La novela "Teresa de Rosario Orrego", en cambio, otorga mayor espesor al sujeto femenino, haciéndolo participar activamente en la lucha política. Las relaciones entre hombres se sostienen en el principio de la hermandad criolla: padre, hijo, hermano, impidiendo el comercio con los grupos antagónicos (realistas). Pero esta red de relaciones es posible porque Teresa renuncia al amor de Jenaro, al saber que es realista. Descarta así el gran texto con el que es producido el sujeto femenino en la literatura chilena: el amor, y se convierte en un sujeto político que lidera la lucha criolla. Sujeto que, por lo demás, va a ser discontinuado en toda la novelística escrita, tanto por hombres como por mujeres en Chile, con la sola excepción de Mariano Latorre en "Zurzulita" y Marta Brunet. Y no sólo va a ser discontinuado sino que, prácticamente, borrado de la literatura: el proyecto moderno, el proyecto de la cultura letrada no lo admitió.

El otro grupo de novelas consiste en "Casa Grande" de Orrego Luco (1908) y "La vida íntima de Marie Goetz" de Mariana Cox (Shade) en 1909. Novelas que nos muestran una nación políticamente más homogénea desde el punto de vista de clase. Si "Martín Rivas" de Blest Gana ofrecía la posibilidad de desplazamiento entre grupos de poder a mediados del s. XIX, en el s. XX, esto ya no es posible. "Casa Grande" señala el triunfo del modelo liberal por sobre el conservador y católico, proclive al modelo de la hacienda. "La vida íntima de Marie Goetz", por su parte, señala la conformación de un sujeto mujer aristócrata y con toda la educación que su clase le permite tener. Esta mujer es consciente de los movimientos políticos; es una lectora de filosofía, psicoanálisis y literatura; lee y habla varios idiomas; viaja. Pero, su máxima validación está en la vida privada. La vida pública le permite circular sólo como un fetiche, cuya belleza es admirada y valorada, no sólo per se, sino también por la ostentación de su ornamento. Joyas, pieles, vestuario lujoso la hacen equiparable a los enviados modelos europeos.

El gran Otro de esta mujer es, en lo externo, la Otra mujer: como emanación del espejo, sea para admirarla hasta el enamoramiento o para caricaturizarla por vieja, fea, gorda, etcétera. Pero, sin duda, la que dibuja los rasgos de esta gran Otra, es la mujer popular que no aparece más que como sirvienta, cocinera, casi invisible a los ojos de sus narradores.

Esta tensión de miradas que valoran lo femenino como cuerpo exhibible, señal de riqueza y poder, va a encontrar su gran repliegue en la neurosis: el mundo de la histérica es suyo, su teatro es el cuerpo y la enfermedad nerviosa. La vida del alma, el entendimiento del alma sin correlato en la realidad, encuentran en este texto y en este momento histórico, su lugar. Lugar que continúa en la literatura chilena y que es el antecedente literario de la narrativa de María Luisa Bombal.

Hemos dejado de lado "El Roto", de Joaquín Edwards Bello, novela que no es sino la lectura del programa social escrito para el subalterno en esta década. Lectura que se realiza desde la clase alta a la que pertenece el autor del libro. "El Roto" es el excedente del sistema, su recorte, su deshecho, su juego preferido y perverso. ¿Por qué? El roto es su hijo o hermano (institución del huachaje, síntoma de mezclas que hablan en él de su deseo y del terror de su deseo).

Sin duda, el gran saldo del proyecto liberal y moderno concierne a la clase popular e iletrada: el roto que no entra en la civilidad más que como cuerpo que sirve suplementariamente al dominante y cuyo destino va a ser, ordinariamente, la caída en la delincuencia.


Pero la rota, la subalterna del margen, va a tener un destino peor: no sólo no va a contar con la ayuda del esposo para la crianza de los hijos; el esposo se convierte en un hijo más al que ella cuida y alimenta, sin obtener siquiera su respeto. Esta mujer es la gran Otra de la mujer representada por la novelística chilena, en la cual se lee toda la perversión del sistema, puesto que en ella se clausura el gran texto del amor, que subordina a la mujer, quitándole su papel en la historia. La rota es siempre despreciada, pero lo interesante es que ella no es sólo vista como reproductora sino, además, como pieza de servicio del sistema, al que debe proteger, cuidar y nutrir como cocinera, lavandera, sirvienta y las más de las veces como fuente de placer y diversión.

En ella se quiebra toda la ideología que somete, desde la formación de la nación, a la mujer al sistema patriarcal, como signo que consigna en su cuerpo la plusvalía del sistema puesto en marcha como programa cultural de Chile.

Estos dos bordes, lo suficientemente graves, denotan la perversión del discurso sostenido, al menos desde los estamentos oficiales chilenos. La crisis del neoliberalismo, que no es más que la continuidad del modelo que ejemplifican Orrego Luco y Mariana Cox, a comienzos del siglo XX, ornamentan al subalterno chileno sobre la base de una cosmética que lo delata y lo vuelve cómplice precisamente del sistema que lo destroza. Bordes del sistema, no bien examinados en la literatura chilena, salvo en el caso excepcional de José Donoso y salvo también en la no menos excepcional pintura de Juan Domingo Dávila.

Referencias

Kristeva, Julia. (1985). "Práctica significante y modo de producción". Travesía de los signos. Buenos Aires, La Aurora, 1985, p. 14-15

En: Utem