El jeroglífico del sentimiento: la poesía amorosa de Sor Juana

Por Margo Glantz
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            Ved que es querer que, las causas                      
            con efectos desconformes,            
            nieves el fuego congele,                 
            que la nieve llamas brote...                       
            ¿Cómo el corazón podrá,               
            cómo sabrá el labio torpe              
            fingir halago, olvidando;                
            mentir, amando, rigores?              
            ¿Cómo sufrir abatido                     
            entre tan bajas ficciones,               
            que lo desmienta la boca               
            podrá un corazón tan noble?                    
            ¿Y cómo podrá la boca,                  
            cuando el corazón se enoje,                       
            fingir cariños, faltando                   
            quien le ministre razones?            
            ¿Podrá mi noble altivez                 
            consentir que mis acciones           
            de nieve y de fuego, sirvan                       
            de ser fábula del orbe?...               
            ¡Oh vil arte, cuyas reglas              
            tanto a la razón se oponen,           
            que para que se ejecuten              
            es menester que se ignoren!                    
1
Las bajas ficciones de la retórica
Si tomamos al pie de la letra los versos de sor Juana que he citado a manera de epígrafe, correspondientes al conocido Romance que empieza «Supuesto, discurso mío, que gozáis en todo el orbe...», intitulado así por sus editores españoles: «Que resuelve con ingenuidad sobre el problema entre las instancias de la obligación y el afecto», y catalogado por Méndez Plancarte con el número 4, en el primer tomo de las Obras completas (Juana Inés de la Cruz 1951: Romance 4, 18-19), se advierte una asociación, una correspondencia reiterada  entre dos órganos del cuerpo, uno interior e invisible, el corazón, centro de la vida, el afecto y lo verdadero, en consecuencia noble; y otro órgano exterior y risible, la boca, desde donde fluye la voz, se emiten las palabras, se exhalan los suspiros y pueden deleitarse los sentidos. Correlación tópica: aparece en la poesía contemporánea y en los textos religiosos, por ejemplo en una licencia aprobatoria para la publicación de un sermón, se lee: «desde que de lo íntimo de mi corazón en el púlpito [...] salió a los labios predicado». Pero en el poema esa correlación se produce de manera paradójica: la palabra, en apariencia fiel reflejo del sentimiento, lo traiciona y al hacerlo desvirtúa a la razón. En ese transcurso impalpable que hace visibles, o mejor, audibles, los movimientos del corazón, los sentimientos se falsean y se convierten en engaño, un engaño retórico. ¿Es imposible expresar la pasión? ¿Cómo destruir la barrera que el mismo cuerpo impone? y, sobre todo, ¿cómo romper la cárcel de la retórica y de la cortesanía que en última instancia estarían irremisiblemente ligadas?
Dámaso Alonso analiza algunos sonetos de Quevedo y los mecanismos por él utilizados para expresar esa «descarga afectiva» la cual permite que sus poemas puedan clasificarse entre los más grandes poemas de amor escritos en castellano:
Uno de los procedimientos más repetidos en la estructuración poética consiste en desarrollar a lo largo de una breve composición una imagen, muchas veces tomada del mundo de la naturaleza, y al final hacer brevemente una comparación con el estado psicológico de la persona que habla [...] El procedimiento es, pues, trivial. Y no podemos atribuir ninguna originalidad técnica a Quevedo [...] Sin embargo, su extraordinaria capacidad afectiva hace que el final sea apretado, estallante de lágrimas, auténtico dolor de hombre.
(Alonso 1962: 561-562).                  
Se parte de una trivialidad, las imágenes convertidas en tópico y reiteradas siglo tras siglo, poeta tras poeta, bajo el imperio de la retórica, esa tirana que reinó desde el siglo V a. C. hasta el siglo XIX (Barthes 1974: 9-15). Y partiendo de ese contrasentido, de la asociación de palabras banales, manoseadas, se puede aspirar a crear un poema perfecto, operación, hay que convenir, muy parecida al oxímoron fuego-nieve denunciado por sor Juana en su romance. Pero vuelvo a plantear las preguntas: ¿cómo salir del círculo vicioso trazado por la tradición, la retórica, el decoro cortesano y la dificultad   —117   de inventar un nuevo lenguaje amoroso?, ¿cómo trascender los límites del lenguaje para expresar lo inexpresable?
Como todos los poetas de su tiempo, Sor Juana no pretende expresarse a sí misma: construye objetos verbales que son emblemas o monumentos que ilustran una visión del amor transmitida por la tradición poética. Esos objetos verbales son únicos, o aspiran a serlo, no como expresiones de una experiencia o de una personalidad, ambas irrepetibles, sino por ser combinaciones inusitadas de los elementos que componen el arquetipo poético del sentimiento amoroso.
(Paz 1982: 370). 
.                   
Desenredar ese jeroglífico en algunos poemas de sor Juana sería quizá la imposible tarea de este ensayo.
2
El corazón, un jeroglífico de variado plumaje
El corazón es el centro de la vida, «reloj humano» lo llama sor Juana en el Sueño, maquinaria que mide con perfección nuestro tiempo corporal: «vital volante que, si no con mano,/ con arterial concierto, unas pequeñas/ muestras, pulsando, manifiesta lento/ de su bien regulado movimiento» (Juana Inés de la Cruz 1951: 340). El corazón puede entonces concebirse de muy diversas formas, hasta como una máquina (Sabat de Rivers 1998b) que rige nuestra fisiología; es decir, como parte de un mecanismo corporal que nos mantiene vivos y, como tal, objeto susceptible de estudio científico y técnico. Es importante subrayar que los descubrimientos de Harvey en el siglo XVII sobre la circulación de la sangre probaron fisiológicamente los caminos que seguía el flujo vital, y Descartes en su Tratado de las pasiones del alma reconocía las relaciones recíprocas que existen entre el corazón y el cerebro; el filósofo francés pensaba que ciertas pasiones podían producir alteraciones en la sangre, datos que probablemente no conocía sor Juana, pero que de cualquier manera fueron manejados en su tiempo.
Asimismo, el corazón está asociado a un simbolismo particular; abarca distintos tipos de discursos que en la segunda mitad del siglo XVII dieron origen a una devoción: la del Sagrado Corazón de Jesús, que le confirió nuevos significados a antiguos símbolos religiosos, para exaltar de manera singular la corporeidad y en consecuencia la humanidad de Cristo, símbolos que dan cuenta de una coexistencia de discursos paralelos, dentro de la ciencia y la religión que incidieron uno sobre el otro (como bien lo prueba Leonor Correa 1997: 104-105), y a su vez sobre la poesía.
Pero en la literatura amorosa, el corazón es antes que nada el órgano del sentimiento y del deseo. Flaubert pensaba que al hablar del corazón las mujeres designaban en realidad otras partes del cuerpo, y Roland Barthes en sus Fragmentos del discurso amoroso afirma:
Corazón: Esta palabra vale para todo tipo de movimientos y de deseos, pero lo constante es que el corazón se constituya en objeto de donación -ya sea mal apreciado o rechazado.
El corazón es el órgano del deseo (el corazón se hincha, desfallece, etc., como el sexo), tal y como se le maneja, aprisionado, en el campo de lo Imaginario. ¿Qué es el mundo, qué es lo que el otro hará de mi deseo? Esa es la inquietud a donde convergen todos los movimientos del corazón, todos los problemas del corazón.
(Barthes 1977: 63).                
Entendido así, el corazón se constituiría como una figura retórica, la sinécdoque, la figura que toma la parte por el todo, localizando en un solo lugar de la corporeidad el deseo, y permitiendo que la materialidad del cuerpo se destruya a golpes de retórica (cfr. Dorra 1998: 26). El corazón regula al cuerpo, pero a su vez éste funciona a manera de resguardo y de cárcel del corazón: el pecho como fortaleza o más bien como una vestimenta protectora para que el sentimiento no se desborde; por ello sor Juana -y otros poetas antes que ella- configura en ciertos poemas un arsenal de imágenes de guerra donde la carne sufre una metamorfosis y acaba convirtiéndose en materia mineral para poder pertrecharse mejor contra el acoso amoroso, no siempre con éxito; como ejemplo incluyo el sexto verso del soneto de los clasificados por Méndez Plancarte como de amor y discreción: «yo templaré mi corazón de suerte/ que la mitad se incline a aborrecerte/ aunque la otra mitad se incline a amarte...», es decir, el corazón templado como el acero se vuelve objeto de atracción magnética, como en el segundo cuarteto del soneto 165: «Si al imán de tus gracias, atractivo...» Más significativo en este sentido es el romance catalogado con el número 7 (26-27) por Méndez Plancarte:
 
               Allá va Julio de Enero,                
            ese papel, no a tus manos             
            al alma sí, que si es nieve              
            será de mis tiros blanco.                
               Arma de loriga el pecho,             
            anima aliento bizarro,                    
            y a puntas de mis desdenes                      
            marmóreos prevén reparos.                    
               Dilata del corazón            
            los senos más reservados,             
            y en inútiles defensas                    
            dobla a mi valor el lauro.               
               Arma el alma de cordura           
            de sufrimiento el cuidado,             
            de reflejas lo atrevido                    
            y de prudencia lo vano.                 
               Que no bastará a librarte                       
            de mi desdén irritado,                   
            ni las defensas del pecho               
            ni los esfuerzos del brazo,             
               pues llevo para rendirte,            
            por ministros del estrago,             
            enojo que brota furias,                   
            desdén que graniza rayos...          
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Imágenes muy semejantes, por lo demás, a las que la monja utilizó en la Loa a El Divino Narciso, justo cuando los españoles usan sus armas para convencer a los infieles de que la mejor religión es la católica, esos mismos naturales de la antigua Tenochtitlán quienes minutos antes habían abierto los pechos de sus víctimas para ofrendarle su corazón al Gran Dios de las Semillas. El sacrificio entendido como holocausto puede trocar su signo, desistir de su crueldad y convertirse simbólicamente en un «holocausto feliz», según los versos de uno de los Enigmas ofrecidos a La Casa del Placer, construida por las monjas portuguesas, sor Juana y la condesa de Paredes. Este holocausto feliz es obviamente distinto del sacrificio que exige el Dios de   —120   las Semillas en la loa mencionada, pues el sacrificio implica el derramamiento de sangre y contrasta con el simbolizado por la Eucaristía, en donde el cristiano ingiere la carne y la sangre de su Dios de manera figurada: la hostia es un trasunto de la humanidad y divinidad de Cristo. Para la monja, el holocausto cristiano -y específicamente el de Narciso-Cristo- es el único y verdadero simulacro, idéntico, en su capacidad de sombra fingida o de trasunto a la escritura, a los poemas amorosos, ofrenda inmolada en el altar del ser querido, cuya jerarquía humana alcanza peligrosamente la esfera de la divinidad.
Me gustaría detenerme en un paralelismo religioso, ya insinuado al principio de este texto, con otra imagen: la de un corazón disecado, el de Fernández de Santa Cruz, obispo angelopolitano, ofrendado por el prelado a las monjas del convento de Santa Mónica en Puebla. Dicho corazón-reliquia fue objeto de un sermón obituario1 de fray Ignacio de Torres intitulado, pomposamente, Fiebre, cordial declamación en las exequias del Ilustrísimo y Excelentísimo Señor Doctor Manuel Fernández de Santa Cruz (Puebla, Herederos del Capitán Juan de Villa-Real, 1699), el sermón consigna las palabras escritas por el obispo en su testamento firmado en 1694, un año antes de la muerte de sor Juana:
Hijas mías, mando en mi testamento que se saque mi corazón y se entierre en vuestro coro y con vosotras para que esté muerto donde estuvo, donde vivía. Y para memorias de las que os sucedieren, en mi retrato poned este rótulo, «Hijas rogad a Dios, por quien os dio su corazón».
El gesto de Santa Cruz tiene antecedentes, sigue los lineamientos de un modelo, y es por ello una imitación: la del ejemplo codificado por «San Francisco de Sales, el gran príncipe de Génova a quien Santa Cruz tuvo por patrono» dice otro Torres, fray Miguel, sobrino de sor Juana, autor de Dechado de príncipes eclesiásticos; Francisco de Sales había adoptado como pseudónimo el nombre de sor Filotea, mismo nombre usado por el obispo de Puebla para amonestar a sor Juana. La imitación se acrisola cuando les hereda a las monjas el órgano más preciado de su cuerpo, perfecciona la imitación: su corazón se convierte en reliquia del convento.
Esta práctica es antigua; ya hemos visto cómo el obispo imita a su modelo, el obispo Sales, quien también acudió a una ya sólida tradición cuya práctica consistía en considerar las vísceras de los santos -o de los que aspiraban a serlo- como reliquias. En su libro La chair impassible, el historiador boloñés Piero Camporesi describe prácticas -hoy terroríficas- que en aquel entonces formaban parte de una realidad cotidiana y por tanto ordinaria. Basta con reseñar un ejemplo, el de la beata Chiara de Montefalco, apellidada de La Cruz, muerta en olor de santidad en 1308 y objeto de una operación muy especial, realizada en aras del pudor por sus hermanas del convento. Las monjas con habilidad sospechosa tajaron su cuerpo y extirparon las vísceras privilegiando el corazón, desmesuradamente crecido; ese mismo día lo depositaron en un cofre y al siguiente lo abrieron con el fin de verificar si el agigantado tamaño del órgano ocultaba un milagro: al abrirlo una monja encontró en su interior y perfectamente formada, debajo de los nervios, «la forma de la cruz hecha de carne y palpando con cuidado encontró otro pequeño nervio que de la misma manera se desprendía del corazón y al observarlo atentamente descubrieron que representaba el flagelo con que Cristo había sido azotado»: el Sagrado Corazón de Jesús figurado junto con los instrumentos de la Pasión de Cristo.
En el texto de fray Ignacio de Torres las cosas son diferentes, los conocimientos anatómicos servían para construir una alegoría de la trascendencia: el corazón de Santa Cruz, custodiado cuando aún estaba vivo «por la membrana del pericardio y el muro de las costillas» (Bravo 1998: 95), está descrito de manera muy minuciosa, casi científica, aunque sus analogías remitan a simbolismos religiosos. Dichas analogías subrayan la creciente influencia que los nuevos descubrimientos tendrían sobre las pasiones y su metaforización, ya fuera ésta religiosa o profana. Cito en extenso, las palabras de Torres pronunciadas durante las exequias del obispo y conservadas -¿para siempre?- en la escritura, como se creía en el siglo XVII:
Para saber guardar el corazón en la vida del espíritu, se mostró maestra en su vida la misma naturaleza. Ésta puso al corazón dos custodias que le sirviesen no sólo de defensa y muro para su conservación, sino de régimen o término al movimiento de su vitalidad. La una interior que se llama pericardio es aquella túnica o saco de la membrana que lo ciñe, llena de humor acuoso y refrigerante, con tal proporción en la distancia que a los movimientos con que se dilata como que nada, nada le lastime, participando el humor que lo refrigera; por falta de éste se fatiga, se daña, se licia, se duele; y esto es naufragar en el dolor. Por abundancia se conserva, se alegra, se dilata y esto es bañarse de gozo. La otra custodia con que se guarda es el muro del pecho y vallado de las costillas y una y otra defensa, una y otra custodia miran a conservar el origen de nuestra vida [...] Pues eso mismo con que la naturaleza le ciñe para defenderlo, es la causa de Salomón para guardarlo [...] El espiritual y místico corazón, origen y fuente de la vida del alma, quiere Salomón que se guarde con las mismas custodias y defensas con que guarda su corazón la misma naturaleza. Y si estas dos son como he dicho: la membrana del pericardio, estas dos custodias en la alegoría que en vida son sepulcro de un corazón vivo, sean muerto sepulcro de un corazón muerto.
3
El corazón deshecho entre tus manos
Si sólo el corazón es verdadero y si la palabra es mentirosa ¿qué puede hacer el amante para que el amado reconozca la autenticidad de la pasión? Ya señalaba antes cómo el pecho se maneja como si fuese una armadura para proteger al corazón y evitar que se rompa. También mencioné la correlación que sor Juana establece entre el corazón y la boca, correlación fallida puesto que termina en un engaño retórico, como palabra mentirosa. De esta oposición metafórica se deduce una exigencia: la de contar con otros elementos corporales sustitutivos que puedan revelar lo inefable; efectuar algo así como una radiografía amorosa del corazón, o -como dice Paz- «la geometría de los afectos». Un desplazamiento metonímico se produce y los ojos sustituyen a la boca: oímos literalmente con los ojos: «Oye la elocuencia muda/ que hay en mi dolor, sirviendo/ [...] las lágrimas, de conceptos» (Romance 6, 24). Así, un término, el corazón, se revela en otros términos manejados como los estados diversos de una misma identidad, desarrollados a manera de distintos momentos de la misma historia. Me gustaría leer el muy conocido soneto clasificado como el número 164:
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En que satisface un recelo con la retórica del llanto
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                Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,                     
            como en tu rostro y tus acciones vía                   
            que con palabras no te persuadía,                       
            que el corazón me vieses deseaba;                      
               y Amor, que mis intentos ayudaba,                 
            venció lo que imposible parecía:              
            pues entre el llanto, que el dolor vertía,             
            el corazón deshecho destilaba.                 
               Baste ya de rigores, mi bien, baste;                 
            no te atormenten más celos tiranos,                   
            ni el vil recelo tu quietud contraste                     
               con sombras necias, con indicios vanos,                      
            pues ya en líquido humor viste y tocaste                       
            mi corazón deshecho entre tus manos.    
          
La limpidez del lenguaje con que está escrito el soneto concuerda con la calidad de las lágrimas, identificadas en la tradición poética con la transparencia; es más, esa impenetrable coraza que separa al órgano interior, oculto dentro del tórax, cubierto por los músculos y la piel, puede destruirse gracias a la fuerza del amor que opera a manera de una transmutación alquímica cuyo resultado sería ese precipitado amoroso, el «líquido humor», que en virtud de la exaltación de la pasión es la prueba fehaciente aunque metafórica de un «corazón» fiel y amante. La misma metáfora es usada en textos religiosos; leo otro ejemplo del sermón a que me he venido refiriendo:
Así parece que todo el fuego de amor que Vuestra merced escondía en su pecho y atesoraba en su corazón, anegado en las fuentes de sus ojos y en el raudal de su llanto, fue traza que no sólo manifestó los excesos de su fineza, sino que indicó querer que viese renovada en las memorias.
El líquido humor hace posible en el soneto la transición entre lo invisible y lo visible: los sentimientos que aparentemente sólo pueden expresarse mediante palabras y ciertos actos concretos -cariños o regalos-, pálidos reflejos de su veracidad, se concretizan en el llanto derramado por el amante que humedece las manos de su amado, prueba irrefutable del sentimiento expresado que sanciona su verdad, más allá de las palabras que lo evocan. Y aquí entramos en una delicada connivencia entre el lector y el poeta: la expresión del amor se verbaliza según las reglas impuestas por la tradición poética -cárcel verbal, cárcel formal-; y suele ordenarse siguiendo una serie de imágenes codificadas y reglas de versificación, en algunos poetas, simple y mecánico ejercicio técnico. ¿Un vulgar calentamiento de la sangre, sencilla operación química, reiteraría el milagro del amor correspondido? Examinemos otro soneto donde el corazón trabaja para construir una máquina productora de sentimientos visibles y convalidar a las palabras (Soneto 177):
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Discurre inevitable el llanto a vista de quien ama
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            Mandas, Anarda, que sin llanto asista                
            a ver tus ojos, de lo cual sospecho           
            que el ignorar la causa es quien te ha hecho                  
            querer que emprenda yo tanta conquista.                    
            Amor, señora, sin que me resista,                       
            que tiene en fuego el corazón deshecho,             
            como hace hervir la sangre allá en el pecho,                  
            vaporiza en ardores por la vista.             
            Buscan luego mis ojos tu presencia                     
            que centro juzgan de su dulce encanto;              
            y cuando mi atención te reverencia,                   
            los visuales rayos, entretanto,                 
            como hallan en tu nieve resistencia,                   
            lo que salió vapor, se vuelve llanto.      
             
En este soneto la monja juega con un equívoco; utiliza una voz masculina, la del amante que se dirige a su amada, y cumple con un ejercicio retórico, el del poeta que puede hablar en abstracto sin que se advierta su sexo -«mi cuerpo ... (dice la monja en un romance)/ es neutro o abstracto, cuanto/ sólo al alma deposite»-; se trata a la vez de un ejercicio que reitera la escasez de voces femeninas en la poesía de su tiempo, y además su habilidad para asumir todas las voces y hacerlas verosímiles.
Sor Juana echa mano en este soneto, como lo haría en Primero sueño, de los conocimientos científicos de su tiempo. ¿No concordaría con Descartes, a quien probablemente no conoció pero con el cual coincide, en que «ciertas modificaciones en la sangre llevaban al nacimiento de pasiones como la alegría o la desesperación, y a la vez, las ideas surgidas en nuestra imaginación, a través de los nervios causaban una rarificación de la sangre, la cual enviaba al cerebro espíritus que fortalecían algún sentimiento»? Y aunque Descartes se refería en este caso al miedo, incluye también los mecanismos fisiológicos que al influjo de la pasión «calientan» la sangre y producen «una especie de efervescencia que la empujaba a salir del corazón» (Correa 1997: 108). Eso es literalmente lo que sucede en el poema: el fuego producido por la pena amorosa «deshace» el órgano de la vida -«el corazón deshecho»- y ese sentimiento extremo «hace hervir la sangre», expresión por otra parte muy corriente en el lenguaje coloquial: el calor así provocado efectúa una combustión, cual un caldero puesto al fuego cuya agua al hervir se evaporará gracias al proceso de calentamiento, logrando un efecto poético: la trasmutación de las palabras hace que la sangre se destile y «vaporiza en ardores por la vista».
4
El ensangrentado noble pecho
Por obra y gracia de la metáfora, el corazón parece destilarse como los licores, pero el pecho sigue manteniendo su coraza y las lágrimas son apenas la expresión, el trasunto, de la pasión correspondida. Existe una fórmula única para romper el corazón, metafóricamente roto a pedazos por la pasión o convertido en líquido transparente para servirle de espejo. Y esa posibilidad podría formularse utilizando unas palabras de Roland Barthes, en relación a «Tácito y el Barroco fúnebre»: ciertas maneras de morir «hace[n] de la muerte un líquido, es decir, la convierten en duración y en purificación» (Barthes 1967: 132). Eso es lo que sucede en unos sonetos de sor Juana agrupados por Méndez Plancarte como sonetos histórico-mitológicos y trabajados minuciosamente por Georgina Sabat (1998a: 153-173). En el catalogado como 153 se nos describe la muerte de Lucrecia, quien prefiere suicidarse antes que dejarse violar por el monarca romano: «¡Oh famosa Lucrecia, gentil dama,/ de cuyo ensangrentado noble pecho/ salió la sangre que extinguió, a despecho/ del rey injusto, la lasciva llama!» (Soneto 153, 281). Cuando el tórax es atravesado de verdad, cuando esa caja fuerte que resguarda se abre con violencia, el corazón se rompe y viene la muerte. Aquí parecería que hemos accedido al reino de lo real. Sor Juana dedica otro soneto a Lucrecia,  el 154, en el cual la honestidad de Lucrecia es causa a la vez de su muerte y de su fama, y la obstinación amorosa de Tarquino se maneja como metáfora de un mito, el de Sísifo, pero no se hace ninguna alusión al pecho destrozado de la mujer. Por el contrario, el último soneto de la serie, narra la muerte de Píramo y Tisbe: ambos se dan la muerte con la misma espada. Parecería a primera vista que en el soneto la historia se minimiza cuando la voz poética anuncia blandamente: «Píramo amante abrió la vena/ del corazón...», pero se nos advierte la desmesura del doble suicidio desde el epígrafe y se refuerza con las imágenes; la sangre que sale a borbotones de los dos pechos destrozados altera la naturaleza: el moral pierde su blancura y adquiere un color de sangre coagulada, «de un funesto moral la negra sombra», y esa misma doble sangre derramada trastorna «la verde matizada alfombra». La muerte organiza en este soneto la forma más violenta de la correspondencia amorosa, la de los pechos enlazados por la sangre.
Se resuelven así las dos cadenas metafóricas, la del corazón y las lágrimas, la del corazón y la sangre; dos formas de producción de lo húmedo; dos formas de deshacer al corazón, las únicas que pueden destruir la prisión, ese cerco de huesos y de carne que protege al corazón. Aprisionada a su vez por el marco poético escogido, que por lo menos desde Petrarca parecía ser el más idóneo para expresar la pasión amorosa, la monja novohispana, como antes otros poetas -Lope, Góngora, Quevedo- pudo trascender la cárcel de la retórica y quizá la del claustro, aunque en otra parte haya dicho: «poco importa burlar brazos y pecho/ si te labra prisión su fantasía».
Me permitiré a mi vez una fantasía, la de esbozar una relación entre ese órgano imprescindible para el jeroglífico de los sentimientos -¿la fisiología del amor?- y la forma del soneto. Como el corazón, el soneto se cierra sobre sí mismo, jamás puede salirse de su marco -así se trate del vapor que la pasión hace asomara los ojos. Pienso que a pesar de sus extremos, a pesar de la combustión que transforma los elementos y los convierte en otra cosa mediante una mezquina combinación térmica, la forma del soneto es muy semejante a la del corazón, este delicado instrumento cerrado sobre sí mismo que cuando se desborda ocasiona la muerte del cuerpo y también la del poema.
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Bibliografía
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