Esta no es una carta atenagórica, Sofía, esa que sor Juana escribió en 1690 criticando el sermón del jesuita Antonio de Vieyra. Aquí no hay más que palabras ensoñadas para ti, el “primer sueño” y el último; quizás, Juana Inés siempre lo supo debajo del velo, silenciosa y escritora. La cito porque, a pesar de estar en 2009, una debilidad poderosa nos encadena a todas las mujeres que somos un poco Juana o Inés o sor.
Los oximorones fueron hechos porque el lenguaje que heredé no da abasto, es más débil que la misma figura retórica. Y aquí me ves (¿me ves?) intentando que este barco oblicuo (tú hablaste de esa oblicuidad) no se hunda en la ciénaga muda de lo que se escribe y luego se desescribe.
No haré nada, Sofía, salvo inventarte, ingresar en ese territorio intuido y ferozmente libre. No haré nada, salvo contarte la historia de dos mujeres que se miraron en los espejos y luego los quebraron. Lo que pudo quedar de una sonrisa fue mueca en los trozos del azogue. Mueca estriada, cicatriz cesárea, piel lunar y recovecos dulces de ese tapiz de gallina, cenicienta, blancanieves, caperuza. Retazos de una cadera enamorada de sus propias colinas, ángulos de un pezón solitario y erecto, un ojo travieso multiplicado y dividido, la uña y la cutícula, el andamio de todos los huesos.
La historia no tiene nombres, así lo prefieren las hembras que eligieron el destrozo en la pila bautismal. El agua que bebieron no es aquel reflejo, es el jugo de las uvas que quiere ser vino el que sorben, una sangre deslizándose por los muslos, una lengua ayudante que va por esos muslos y se queda, retrocede, avanza, juguetea y ríe en su treta amiga.
Bla, bla, bla. Así dicen ellas, se burlan de mí por ser precisamente historia, memoria y pausa. Y luego gimen, cómo aúllan esas lobas, de qué modo excavan sus nidos en el hielo, cómo se tinturan sus cuartos traseros, cómo lamen el tegumento y a la cría en un solo acto que irradia espirales. Y ríen, después de las lágrimas vaciadas, carcajean; no somos nada, urdes y tejes un vestido de palabras y no somos nada, protestan. Queremos ser, deseamos vivir, y elevan pancartas y atesoran piedras para lanzarlas al pozo en donde vivo. Entonces, ellas continúan:
“Sofía comienza a escribir y se hunde en un silencio de pentágonos, chasqueando la lengua y mordiéndose los labios, ensuciándose los dedos de tinta verde, dejando que vaya por el antebrazo y el codo, murmurando ahora un canto letánico, alguna invocación a sus diosas predilectas. Los signos son ilegibles. Las letras ya no existen. Manchas verdes en un papel: ¿un dibujo? Sí, podría ser un bosque. El sitio de los sueños. Lejanamente, un relincho, un resoplar nervioso. ¿Quién eres?, le pregunta, y, en un acto de suprema intuición, cierra de un golpe el libro, camelando a la yegua encabritada que alza la grupa para dar de coces a su minúsculo mundo de papel.”