Sobre la belleza
1.
La belleza menos "edificante" del rostro y del cuerpo sigue siendo, por lo común, el sitio más visitado de lo bello. Pero uno difícilmente esperaría que el Papa invocara ese sentido en particular al intentar hacer la defensa de varias generaciones de sacerdotes que abusaron sexualmente de los niños, y que recibieron protección. Vendría más a propósito —su propósito— la "elevada" belleza del arte. No obstante lo mucho que aparente ser el arte un asunto de superficies y recepción sensorial, se ha hecho acreedor, en general, a una ciudadanía honoraria en el dominio de la belleza "interna" —en oposición con la "externa". La belleza sería así inmutable, al menos cuando ha encarnado —se ha fijado— bajo la forma del arte, porque es en el arte donde la belleza como idea —como idea eterna— encarna mejor. La belleza (si es éste el modo que uno escoge de darle uso a la palabra) es profunda, no superficial; oculta a veces, más que evidente; consoladora, y no problemática; indestructible, como en el arte, antes que efímera, como en la naturaleza. La belleza —aquella clase que se estipula como edificante— perdura.
2.
En otras partes la belleza todavía reina, irreprimible. (¿Y cómo no?) Cuando Oscar Wilde, notable amante de la belleza, anunció en The Decay of Lying, "Nadie que tenga una pizca de verdadera cultura habla nunca de la belleza de una puesta de sol: las puestas de sol ya pasaron de moda", las puestas de sol se tambalearon con el golpe, y se recuperaron después; les beaux arts, emplazadas por el mismo llamado para ponerse al día, no. La eliminación de la noción de belleza como criterio para juzgar el arte no necesariamente es indicio de que la autoridad de la belleza ha disminuido. Es más bien un testimonio del descrédito en que ha caído la idea de que existe algo llamado arte.
3.
El problema con el gusto era que, aunque se dieran periodos de un amplio acuerdo dentro de las comunidades amantes del arte, éste surgía a partir de respuestas privadas, inmediatas y revocables ante las obras artísticas. Y el consenso, independientemente de su firmeza, nunca dejaba de ser local. Para enfrentarse a ese defecto, Kant —un universalizador consagrado— propuso una facultad de "juicio" distintiva, con principios discernibles de carácter general y permanente. Los gustos legislados por esta facultad de juicio —si se habían sujetado a una apropiada reflexión— serían propiedad de todos. Pero el "juicio" no tuvo el efecto que se tenía previsto de apuntalar el "gusto" o de volverlo, en cierto sentido, más democrático. El gusto como juicio normativo era difícil de aplicar por una razón: la conexión que establecía con las obras de arte consideradas incontestablemente bellas o grandes era sumamente débil, a diferencia de la que establecía el criterio del gusto más flexible y empírico. Y eso que el gusto es en la actualidad una noción mucho más frágil y vulnerable de lo que era a finales del siglo xviii. ¿El gusto de quién? O, expresado con insolencia: ¿Y quién lo dice?
A medida que la postura relativista en los asuntos culturales hacía una mayor presión sobre los viejos avalúos, las definiciones de belleza —las descripciones de su esencia— se fueron volviendo más vacías. La belleza ya no podía ser algo tan positivo como la armonía. Para Valéry, la naturaleza de la belleza es que no puede ser definida; la belleza es precisamente "lo inefable".
El fracaso de la idea de belleza refleja el descrédito del prestigio del juicio mismo como algo que puede concebirse imparcial u objetivo, y no siempre al servicio de alguien o necesariamente autorreferencial. También refleja el descrédito de los discursos binarios dentro del arte. La belleza se define a sí misma como la antítesis de lo feo. Es obvio que no se puede decir que algo es bello si uno no está dispuesto a decir que algo es feo. Pero cada vez hay más y más tabúes a propósito de llamar a algo, lo que sea, feo. (Para una explicación, véase primero, no el ascenso de la noción "políticamente correcto", sino la ideología en desarrollo del consumismo, y luego la complicidad entre ambas.) Lo que importa es encontrar lo bello en lo que no había sido hasta entonces percibido como bello (o la belleza dentro de la fealdad).
Del mismo modo, hay una resistencia cada vez mayor a la noción de "buen gusto", es decir, a la dicotomía buen gusto/mal gusto, excepto en las ocasiones que permiten celebrar la derrota del esnobismo y el triunfo de lo que, con condescendencia, se consideraba "mal gusto". Ahora, el buen gusto parece ser una noción más retrógrada aún que la idea de belleza. La literatura y el arte del modernismo estadounidense, difíciles y austeros, se perciben ya como pasados de moda, como una conspiración esnob. La innovación tiene que ver ahora con el relajamiento; la facilidad del E-Z Art actual le ha dado a todos luz verde. En el ambiente cultural que, en los últimos años, favorece el tipo de arte que es más accesible al usuario, lo bello parece ser, si no obvio, pretencioso. La belleza continúa recibiendo golpes en las llamadas, absurdamente, "guerras de nuestra cultura".
4.
La belleza, que en un cierto momento parecía vulnerable porque era demasiado general, laxa, porosa, comenzó a percibirse como demasiado excluyente. La discriminación, antes una facultad positiva (que significaba "juicio refinado, elevadas expectativas, exigencia"), se volvió negativa y significó "prejuicio, intolerancia, ceguera ante las virtudes de lo que no era idéntico a sí mismo".
La acción más enérgica y exitosa contra la belleza provenía del arte: la belleza, y el interés por la belleza, eran restrictivos; o, como la lengua corriente sugiere, "elitistas". Nuestros elogios podían volverse, así, mucho más inclusivos si, en lugar de decir que algo era bello, decíamos que era "interesante".
Por supuesto, cuando la gente decía que una obra de arte era interesante, no significaba necesariamente que le gustara. (Mucho menos que le pareciera bella.) Generalmente sólo quería decir que pensaba que debía gustarle. O que le gustaba, en cierto modo, aunque no fuera bella.
O uno podía describir algo como interesante para evadir la banalidad de llamarlo bello. La fotografía fue el arte donde "lo interesante" triunfó primero, y bastante temprano: el nuevo modo fotográfico de ver proponía todo como tema potencial para la cámara. Lo bello no hubiera podido ofrecer esa gama de temas; y, como juicio, muy pronto se consideró, además, poco aceptable. A propósito de la fotografía de una puesta de sol, una bella puesta de sol, cualquiera con un mínimo nivel de sofisticación verbal hubiera preferido decir: "Sí, la foto es interesante."
5.
Con el objeto de enriquecer este despojo adoptado por nuestras experiencias, uno debería asumir una noción de aburrimiento "plena": la depresión, la furia (la desesperación reprimida). Entonces podría uno comenzar a acercarse a una noción "plena" de lo interesante. Pero a esa calidad de experiencia —de sentimiento— seguramente no querríamos llamarla ya "interesante".
6.
La perenne tendencia a hacer de la belleza un concepto binario, a dividirlo en belleza "interna" y "externa", "elevada" e "inferior", es la manera usual de colonizar los juicios sobre lo bello en tanto juicios morales. Desde un punto de vista nietzscheano (o wildeano), esto puede ser inapropiado, pero para mí es ineludible. La sabiduría que llega a alcanzarse a través de una relación profunda, establecida a lo largo de la vida, con lo estético no puede ser reproducida, me atrevo a decir, por ningún otro modo de autenticidad. De hecho, las variadas definiciones de belleza llegan cuando menos tan cerca de una posible caracterización de la virtud, y de una manera más integralmente humana, que los intentos de definir directamente la bondad.
8.
En una carta escrita por un soldado alemán que montaba guardia en medio del invierno ruso, a finales de diciembre de 1942, se lee:
La Navidad más bella que he visto nunca, hecha enteramente de emociones desinteresadas, y desprovista de todo tipo de adornos chillantes. Yo estaba completamente solo bajo un enorme cielo estrellado, y recuerdo una lágrima caer por mi mejilla congelada, una lágrima que no era de dolor ni de alegría, sino de la emoción creada por una experiencia intensa...
A diferencia de la belleza, con frecuencia frágil y perecedera, la capacidad para sentirse colmado por lo bello es asombrosamente fuerte y sobrevive en medio de las más arduas distracciones. Aun la guerra, aun la perspectiva de una muerte segura, son incapaces de erradicarla.
Las respuestas a la belleza en el arte y a la belleza en la naturaleza son interdependientes. El arte hace mucho más que enseñarnos lo que debemos apreciar en la naturaleza, como indicaba Wilde. (Él estaba pensando en la poesía y en la pintura. Hoy en día los estándares de belleza en la naturaleza están ampliamente fijados por la fotografía.) Lo que es bello nos recuerda la naturaleza como tal —aquello que está más allá de lo humano y lo fabricado—, y por lo mismo estimula y profundiza nuestro sentido de la cabal extensión y plenitud de la realidad, tanto palpitante como inanimada, que nos circunda.
Un feliz derivado de esta indagación, si de indagación se trata, sería: La belleza recupera su solidez y su carácter ineludible como juicio necesario para darle sentido a una vasta porción de nuestras energías, de aquello que admiramos, de nuestras afinidades; y las nociones usurpadoras dejan, así, translucir su absurdo. Imagínese comentando: "Esa puesta de sol es interesante."
En: Letras Libres.
jueves, abril 02, 2009