Fragmento de "Pornotopía", de Beatriz Preciado


 La Mansión Playboy: La invención del burdel multimedia

El periodo de expansión global del capitalismo que siguió a la Segunda Guerra Mundial fue para Estados Unidos una bacanal de consumo, drogas e información. La economía de guerra que había conducido en Europa hasta el Tercer Reich y los campos de exterminio y en Estados Unidos hasta la bomba atómica, se había transformado en una economía de súper consumo. La sociedad norteamericana, confortablemente sentada en los salones de sus casas suburbanas, veía la tele mientras se comía los derivados de las tecnologías bélicas. La seguridad de la nueva vida que el capitalismo prometía residía en una pareja reproductiva, la propiedad privada de un recinto unifamiliar, un poco de césped, un interior doméstico con aire acondicionado, insecticidas, latas de conservas, plásticos, y un automóvil para desplazarse hasta las zonas comerciales.

Al analizar este periodo, Kristin Ross define como «privatización» el proceso por el que «las nuevas clases medias se replegaron en sus confortables interiores domésticos, cocinas eléctricas, recintos privados para automóviles; todo un mundo interior moldeado por una nueva concepción de la vida conyugal, una ideología de la felicidad ba sada en la nueva unidad de consumo de la clase media: la pareja, y la despolitización como respuesta al creciente control burocrático de la vida cotidiana». Es cierto que los esfuerzos de Playboy por reformular el espacio interior podrían interpretarse como parte de este proceso de privatización; sin embargo, sus finalidades y estrategias, paradójicamente, tienen muy poco que ver con esta noción de privacidad. Las fantasías de áticos urbanos y las mansiones Playboy representarán una alternativa radical a la vivienda unifamiliar de la década de 1950. Frente a la casa heterosexual como espacio reproductivo, Playboy va a dibujar una ficción erótica capaz de funcionar al mismo tiempo como domicilio y como centro de producción. Estos espacios Playboy no serán simples enclaves domésticos, sino espacios transaccionales en los que se operan mutaciones que llevarán desde el espacio doméstico tradicional que dominaba a principios del siglo xx hasta una nueva posdomesticidad característica de la era farmacopornográfica: un nuevo régimen de vida a la vez público y doméstico, hogareño y espectacular, íntimo y sobreexpuesto. Los espacios Playboy serán el síntoma del desplazamiento desde los interiores característicos de la modernidad disciplinaria (espacio doméstico, colegio, prisión, hospital, etc.) como cápsulas de producción de la subjetividad, hacia un nuevo tipo de interioridad posdisciplinaria.

Playboy y sus enclaves de invención de placer y subjetividad son cruciales en la transformación del régimen disciplinario en farmacopornográfico. El capitalismo farmacopornográfico podría definirse como un nuevo régimen de control del cuerpo y de producción de la subjetividad que emerge tras la Segunda Guerra Mundial, con la aparición de nuevos materiales sintéticos para el consumo y la reconstrucción corporal (como los plásticos y la silicona), la comercialización farmacológica de sustancias endocrinas para separar heterosexualidad y reproducción (como la píldora anticonceptiva, inventada en 1947) y la transformación de la pornografía en cultura de masas. Este capitalismo caliente difiere radicalmente del capitalismo puritano del siglo xix que Foucault había caracterizado como disciplinario: las premisas de penalización de toda actividad sexual que no tenga fines reproductivos y de la masturbación se han visto sustituidas por la obtención de capital a través de la regulación de la reproducción y de la incitación a la masturbación multimedia a escala global. A este capitalismo le interesan los cuerpos y sus placeres, saca beneficio del carácter politoxicómano y compulsivamente masturbatorio de la subjetividad moderna.

La Segunda Guerra Mundial, la extensión de la violencia como cultura del cuerpo y las transformaciones biotecnológicas habían contribuido a desarticular la red de percepciones y afectos que constituían el sujeto disciplinario. Sobre esta subjetividad maltrecha y postraumática vendrá a injertarse una nueva red sensorial y emocional facilitada por la economía de consumo y la cultura del ocio y el entretenimiento. La mutación farmacopornográfica comienza en el salón de cada casa.

Pronto, en medio de una guerra que cada vez parecía menos fría, el interior de la casa de Hugh Hefner atraerá una atención mediática sin precedentes. Exteriormente, nadie hubiera distinguido la Mansión Playboy entre otras casas señoriales del Gold Coast de Chicago de no ser porque la revista Playboy había abierto sus puertas a la mirada americana. Tras el frontispicio convencional de un edificio decimonónico se escondía el mayor polvorín sexual del mundo, o al menos eso era lo que la revista Playboy aseguraba.

En diciembre de 1959, Hefner compró una mansión señorial, de ladrillo y piedra, en el 1340 de North State Parkway, en el Gold Coast de Chicago, no lejos del lago Michigan. La casa había sido construida en 1899 por el arquitecto James Gamble Rogers, conocido por haber diseñado numerosos edificios institucionales, como la Universidades de Yale o Columbia, a finales del siglo xix, imitando las construcciones góticas europeas, utilizando acero recubierto de molduras y tratando la piedra con ácido para envejecerla. Pensada primero como edificio institucional y centro cívico, la casa, que había llevado hasta entonces el nombre de George S. Isham, había sido el centro de una vida social intensa a comienzos del siglo xx. Durante la Gran Depresión fue transformada en condominio de pisos, pero la segunda planta conservó su estructura para uso público, con su gran chimenea de mármol, salón de baile y cocina de hotel. Hefner decidió reformar sus casi 1.800 m2 y presentar la antigua casa en las páginas de la revista Playboy convertida no ya en un ático sino en un auténtico castillo urbano de soltero.

Los costes de las obras (3 millones de dólares) superaron con creces el precio de compra de la casa. Resulta interesante que, a diferencia de lo previsto en el diseño de Donald Jay para la primera casa Playboy, Hefner decidiera no tocar la fachada, que permaneció idéntica a la original. Los dispositivos de visibilización del interior previstos por Hefner era más sutiles y sofisticados que la fachada moderna de cristal transparente que los diseños de Mies van der Rohe habían popularizado en América. La revista, la televisión y el cine se convertirían en auténticas ventanas multimedia a través de las que acceder a la privacidad de la Mansión. Una vez más, Playboy ponía de manifiesto que lo específicamente moderno no era tanto la estética del cristal y el cemento como el despliegue de lo privado a través de los medios de comunicación.