Por Eve Gil
Para Raúl Trejo D.
La tarea del escritor es que sea más difícil creer en los saqueadores mentales…
Susan Sontag
Habituada a trabajar en espacios abiertos, preferentemente rodeada de ventanas abiertas, vislumbraba Susan, desde su departamento en Nueva York, los restos del ataque del 11 de septiembre del 2001, tan cercanos como si los terroristas la hubieran elegido precisamente a ella, la que mejor podía describir no solo el sentir de los norteamericanos, sino el del mundo, para expresarlo: “(…) yo habría preferido estar en Nueva York el 11 de septiembre. Puesto que me encontraba en Berlín, donde había ido a pasar diez días, mi reacción inicial ante lo que estaba sucediendo en Estados Unidos fue, literalmente, mediatizada (…) me apresuré a encender el televisor y pasé casi las cuarenta y ocho horas siguientes frente a la pantalla, viendo sobre todo la CNN, antes de volver a mi ordenador portátil y escribir a toda prisa una diatriba contra la demagogia inane y engañosa que estaban difundiendo el gobierno estadunidense y las personalidades de los medios de difusión (…)” (“Unas semanas más tarde”, Al mismo tiempo, Random House Mondadori, México, 2007, traducción de Aurelio Major, p. 119).
Susan Sontag, nunca lo bastante estimada por tratarse de una mujer combativa en la que no cupo jamás ese patrioterismo pueril que caracteriza el discurso de sus paisanos, particularmente desde que son gobernados por un genuino cowboy, se graduó como traidora a la patria, según el New Republic, por no dejarse capturar por el sentimentalismo y mantenerse replegada contra el imperialismo yanqui “¿Qué tienen Osama bin Laden, Saddam Hussein y Susan Sontag en común?” La respuesta no era, por cierto, los ojos marrones. "Me avergüenza ser norteamericana", declararía Susan para a continuación agregar el calificativo con que selló su eterna enemistad con George Bush, “nuestro ridículo presidente”. Los norteamericanos, que se jactan de democráticos pero están convencidos, no tan en el fondo, de ser los conquistadores del mundo, la presionaron para que se mudara definitivamente a París, cosa que hizo casi feliz, al grado de considerar la posibilidad de nacionalizarse francesa. Curiosamente, leyendo su libro póstumo, Al mismo tiempo, ensayos y conferencias, de cuya recopilación se encargó David Rief, un hijo particularmente admirado (e intimidado) de la enormísima madre que le tocaría en suerte, nos encontramos a una Susan desconocida que muy probablemente haya sido la verdadera Susan Sontag: una mujer infinitamente enamorada de su idioma, el inglés; una estadounidense que no por distanciarse del prototipo de “american woman” hasta en su estilo de belleza, totalmente mediterránea, se siente menos orgullosa de pertenecer al país más rico de la tierra. Pero entre más fuerte sea el amor que algo o alguien nos inspira, mayores serán el desencanto y la vergüenza ante sus taras, vicios y crímenes. Algunos (as) optan entonces por colocarse una venda no negra sino blanca, de seda, para opacar la dolorosa realidad (¿no verla?, ¡imposible!). Susan, para quien la Verdad es lo más importante, por encima incluso de la justicia, no incurriría en una traición a sus propios ideales para ponderar lo imponderable, antes bien, exhibió un dolor intrínsecamente aunado al orgullo de ser estadounidense, en sus últimas conferencias: “(…) un principio moral es algo que nos pone en desacuerdo con la práctica aceptada. Y ese desacuerdo acarrea sus consecuencias, a veces desagradables, pues la comunidad se venga de quienes ponen en entredicho sus contradicciones: quienes desean una sociedad que en verdad mantenga los principios que profesa defender (…) Los principios nos incitan a que hagamos algo respecto del mar de contradicciones en el que funcionamos moralmente (…)” (“Sobre el coraje y la resistencia”, Al mismo tiempo, p. 189). ¿Cómo justificar las escenas de tortura sexual, perpetrada por los soldados estadounidenses destacados en Irak contra civiles inocentes?, ¿cómo imponer el sentido patriótico a la elemental empatía entre seres humanos?, y, lo más lamentable: quienes hicieron circular tales imágenes pretendían que sus receptores se “divirtieran” con ellas, puntualiza Susan en sus feroces críticas contra sus ensorbebecidos compatriotas que siguen sin enterarse de que solo conforman el 5% por ciento de la población mundial, de que no todo es United States of America. Esas sonrisas de satisfacción exhibidas por los muy jóvenes militares/ torturadores estadounidenses, blancas y puras como las de un comercial de dentífrico, traen a la memoria la de los pueblerinos de principios del siglo XX que se retrataban junto al cuerpo suspendido de un negro recién linchado por la comunidad blanca: Abu Gharib es el símbolo del retroceso, afirma Susan, sacando a colación que cada soldado de su patria carga consigo una camarita digital para registrar sus travesurillas: “(…) Pues la significación de estas imágenes no consiste solo en que ejecutaron estos actos, sino en que al parecer sus perpetradores no supieron que hubiera nada condenable en lo que muestran las imágenes.” (“Ante la tortura de los demás”, Al mismo tiempo, p. 145).
Aunque debutó como escritora antes de los treinta con la novela El benefactor (1963), su boom lo tuvo con aquella auténtica Biblia de los años sesenta, Contra la interpretación, donde se manifiesta, valga la redundancia, contra la interpretación en el arte, en la medida que interpretar signifique disociar forma y contenido. Ha sido capaz no sólo de cuestionar el servilismo de los intelectuales para con un presidente; dirigió también Esperando a Godot en Sarajevo, en medio de los bombardeos serbios; escribió canciones para el nuevo disco de la rockera Patti Smith –íntima amiga suya- y realizó sus propias películas. A mediados de los ochentas, a los 43 años, se le detectó cáncer en un seno, lo cual, lejos de derrotarla, le inspiró uno de sus mejores ensayos: La enfermedad y sus metáforas, que en los noventa sería complementado por El SIDA y sus metáforas (Punto de lectura, 2003, traducción de Mario Muchnik), donde tanto el cáncer como el SIDA son abordados desde las perspectivas literaria, política, social y emocional: La enfermedad como nocivo extranjero arraigado en nuestro territorio corporal al que se busca exterminar a expensas del exterminio de quien lo alberga: ¡como en la guerra! Todo antes que la degradación física y moral del individuo, implícitas una en la otra. “Todo pensamiento es interpretación”, dice Susan, lo que no quiere decir que no deban combatirse las interpretaciones del cáncer o del SIDA, así como los falsos apocalipsis o la sustitución de la realidad por imagen interpretativa. Elige como modelos de “enfermos” a artistas contemporáneos europeos (pocos críticos norteamericanos se encuentran tan vitalmente cercanos a la cultura europea reciente como ella), y el objetivo es siempre el mismo: representar al arte como un instrumento, con capacidad en sí mismo para modificar la conciencia del hombre y la mujer; y a la conciencia como modificadora del cuerpo. En la medida en que se considera al artista como sufridor ejemplar, héroe de la sensibilidad y la pasión, la crítica literaria de Susan atiende a la conciencia del artista como escenario privilegiado para una lucha interior y, de igual manera, la actividad artística pasa a entenderse como una especie de terapia (como en Aristóteles) o, si se quiere, de electrochoque estético.
Aunque su labor como narradora ha sido virtualmente sepultada por sus geniales ensayos, tampoco es justo asegurar que su obra novelística es, como ha llegado a decirse, prescindible. En el excelso prólogo a Al mismo tiempo, que sin duda hubiera encendido la mecha del amor maternal en Susan, su hijo David revela algo asombroso: es más fácil encontrar la autobiografía de Susan Sontag en sus ensayos que en sus novelas, entre otras cosas, agregaría yo, porque Susan tenía una aguda conciencia de que si bien el oficio de escritor es el más solitario del mundo, un verdadero escritor exhibe en todo momento una conciencia del otro. Ojo: he dicho “el Otro”, no “los otros” El verdadero escritor manifiesta su simpatía por los demás; no escribe para sí, para su ego. No escribe para algo sino para alguien. Cuenta David: “Solía tomarle el pelo a mi madre diciéndole que si bien había mantenido casi toda su biografía al margen de su obra, sus ensayos valorativos –sobre Roland Barthes, sobre Walter Benjamín, sobre Elias Canetti, por citar tres de los mejores –revelaban más de ella misma de lo que acaso imaginaba. Eran por lo menos idealizaciones (…)” (p. 15).
Una Hannah Arendt provista de belleza, se ha dicho (aunque Hannah, agregaría yo, era “interesante”, calificativo que ha sustituido a “bello” y contra el que Susan perora en el primer ensayo de Al mismo tiempo). “La mujer más inteligente que he conocido”, asegura Carlos Fuentes. Más que una intelectual, Susan Sontag era una genuina amazona de las ideas que revolucionó en todos los campos en que incursionó: en la novelística nortearmericana, al introducir el discurso ensayístico; en la concepción de la cultura como ente restringido a las masas al instituir el término "camp" como imbricación de lo "culto" y lo popular (se reconocía fan de las películas de cowboys y se dejó retratar para la portada de Harpers Bazaar sin por ello perder respetabilidad); en las anquilosadas ideas del feminismo quema sostenes al asumir orgullosamente su maternidad y repensar la pornografía como fenómeno cultural antes que como producto de consumo, atentatorio de la mujer. Dice en Estilos radicales (Punto de Lectura, 2002, traducción de Eduardo Goligorsky), “(…) una sociedad edificada con tanta hipocresía y represión (…) debe generar inevitablemente una explosión de pornografía entendida ésta como su expresión lógica y como su antídoto subversivo y popular.” (p. 65). Todo lo anterior originó una muy sabrosa polémica entre ella y Camille Paglia, quien escribió apasionadamente sobre su inicial encantamiento y posterior decepción respecto a Susan Sontag, cayendo en el vituperio. En lo personal, me niego a ver en Susan una exiliada del feminismo, como astutamente han querido hacérnosla ver algunos críticos varones que no pueden dejar de reconocer su genio. Pienso, más bien, que sintió la obligación moral de reformar el concepto, como de hecho revolucionó cuanto tocó su prodigiosa pluma. Con igual donaire combatió al cáncer y silenció a sus detractores, dejando con un palmo de narices a los médicos y a los críticos que la desahuciaron. De ella pudiera decirse exactamente lo mismo que sobre Marilyn Monroe dijo Lee Strasberg: "Susan Sontag es un sueño de Susan Sontag." Carl Rollyson y Lisa Paddock, autores de la espléndida, aunque un poco sensacionalista biografía de Susan (Circe, 2002, Traducción de Gian Castelli), aseguran que se convirtió en socialista a los trece años tras leer el pasaje de Los miserables donde Fantine vende su cabello.
Nacida en un poblado de Arizona el 16 de enero de 1933, originalmente como Susan Rosenblath, hija de judíos lituanos, quedó huérfana de padre a los cinco años. La repentina muerte de su padre, sin embargo, debe haberla afectado poco ya que Cat Rosenblath viajaba continuamente y se encontraba en China, negociando con pieles, al momento de ser atacado por la tuberculosis. Siete años más tarde, contando la niña doce años, Mildred Jacobsen, la madre, casaría en segundas nupcias con un alemán de nombre Nathan Sontag, cuyo apellido significa “Domingo” en alemán y por lo mismo les encantó tanto a Susan como a su hermana Judith quienes lo adoptaron sin que la apropiación del mismo se formalizara nunca. Radicaba entonces en la ciudad fronteriza de Tucsón, aunque pronto partiría a Los Ángeles para cursar la secundaria. Por fortuna, Susan, de cuyo padrastro solo amaba el apellido, desdeñó sus consejos: "No parezcas demasiado lista o no te casarás nunca", y sedujo al mundo entero con un poderoso intelecto pegado a unos enormes ojos color café y una cabellera que llevó siempre larga, abultada y ondeada (excepto cuando tuvo que someterse a la quimioterapia) y entre cuya negrísima espesura dejaría crecer un prematuro e impactante mechón plateado que se volvería distintivo. El intelecto de Susan debe haber sido subestimado en más de una ocasión a consecuencia de su gran atractivo físico, pero ella, lejos de desdeñar la belleza como un valor en sí mismo, la defendió como valor que, aunque misteriosamente descontinuado, no dejaba de serlo: “(…) La misoginia, asimismo, puede subrayar el impulso de metaforizar la belleza, promoviéndola así fuera del ámbito “meramente” femenino, de lo poco serio, de lo especioso (…) La belleza es teatral, está para ser contemplada y admirada; y la palabra puede aludir tanto a la industria (revistas de belleza, salones de belleza, productos de belleza)- el teatro de la frivolidad femenina-, como a las bellezas del arte y la naturaleza. ¿Cómo explicar de otro modo la asociación de la belleza –es decir, las mujeres- con la tontería? Estar preocupado por la belleza propia es exponerse a la acusación de narcisismo y frivolidad. Considérense todos los sinónimos de bello, comenzando por lo “precioso” y lo meramente “bonito”, que piden a gritos una transposición viril (…) A diferencia de la belleza, a menudo frágil y efímera, la capacidad para sentirse abrumado por la belleza tiene un vigor asombroso y sobrevive entre las más rigurosas distracciones. Incluso la guerra, aun la perspectiva de una muerte segura, no pueden suprimirla”. (“Un argumento sobre la belleza”, Al mismo tiempo, p.28 y 29).
Dejó huella perdurable en las universidades de Berkeley, Chicago, Harvard, St. Anne, La Sorbona y Oxford en las que, además de literatura, estudiaría filosofía y teología. Entre sus maestros memorables figuró George Steiner y compartió el sitio de honor con otra alumna destacada en Oxford: Iris Murdoch. Se casó a los 17 años con el sociólogo Phillip Rieff. A los casi 20 tuvo a su primer y único hijo, el escritor David Rieff, y casi de inmediato se divorció para consagrarse a la vida intelectual. Ejerció discretamente la bisexualidad (El benefactor está dedicado a su primera amante, la hermosa Irene Farnés). La guapa fotógrafa Annie Leibovitz, que la acompañó en sus últimas aventuras bélicas —estar presente en las guerras era, para ella, una forma de pacifismo: su estancia en Vietnam hizo derrochar tinta, y permaneció a su lado hasta el último momento. A Susan Sontag se le diagnosticó leucemia en marzo del 2003. Murió el 28 de diciembre de 2004, mientras aguardaba un transplante de médula espinal, en el Memorial Sloan Kettering Cancer Center de Nueva York: “En el periodo previo al transplante de celulas madre que fue su última, remota posibilidad de sobrevivir, solía comentar que no había podido escribir las novelas y cuentos que deseaba, algunos de los cuales se encuentran planeados en sus diarios y cuadernos. Y sin embargo, cuando en una ocasión le pregunté por qué había dedicado tanto tiempo a defender a escritores como Natalie Sarraute al comienzo de su carrera y a Leonid Tsipkin, Halldór Laxness y Anna Banti el año que enfermó, me respondió calificando de deber lo que alguna vez había llamado “incentivo evangélico”, si bien solo la escritura narrativa le había deparado placer como escritora”, narra su hijo David.
El benefactor (Punto de lectura, 2002, Madrid, traducción cedida por Lumen), es la alucinante experiencia de un hombre que intelectualiza sus sueños y termina por abandonarse a ellos. “Estoy abriéndome paso a través del túnel de mí mismo, lo cual me aleja constantemente del fundamento del artista que busca el aplauso —señala Hyppolite, en la página 56 —. Estoy buscando el silencio, explorando varios estilos de silencio, y deseo ser correspondido con silencio. Podríamos decir que me estoy desentrañando a mí mismo.” No puedo menos que estar de acuerdo con quienes señalan a esta como la primera presuntuosa obra de una joven y ambiciosa escritora. En el terreno novelístico (porque en el ensayístico exhibió su genio desde su incursión en el género con Contra la interpretación (1964), Susan no alcanzaría la maestría sino hasta El amante del volcán (Alfaguara, 1995), obra de madurez, donde, según la propia Susan, “aunque hablo del pasado, me estoy refiriendo al presente. Es una estrategia para hablar de lo que sucede ahora, porque está escrito desde una voz y una preocupación del siglo XX. No trata de cualquier momento del pasado: es el comienzo de la Revolución Francesa". El Cavaliere, protagonista de la citada obra, es el Pigmalión de su segunda esposa, aunque sólo la pasión hará efectiva la transformación de Emma. Hacia el final de la trama, Susan identifica su voz con la de una mujer, poeta, condenada a la horca por revolucionaria: "En ocasiones tuve que olvidar que era una mujer para sobrellevar el complicado juego de cercanía y distancia que hace posible la recreación de estos personajes”. Su última novela, En América (Alfaguara, 2003, Traducción de Jordi Fibila), inspirada en la vida de la actriz polaca Helena Modrzejewska, llamada Maryna en la novela y madre del autor de Quo Vadis, Henryk Sienkiewicz, la hizo acreedora, junto con Fatima Mernissi, al Premio Príncipe de Austurias de las Letras 2003. Uno de sus últimos reconocimientos fue el prestigiado Premio Jerusalem, por su labor pacifista, y en cuyo discurso de aceptación señaló: “(…) La esencia de la sabiduría que suministra la literatura (la pluralidad de la realización literaria) es ayudarnos a entender que, ocurra lo que ocurra, algo más siempre está sucediendo (…) Como señaló una vez Roland Barthes: “Quien habla no es quien escribe, y quien escribe no es quien es.” (Al mismo tiempo, p. 161).