Por Vanesa Guerra
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La vida es siempre, necesariamente, relato.
Sylvia Molloy
Sylvia Molloy
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Hay libros que nadie presta. En la librería de acá a la vuelta, un cartelito escrito a mano con marcador negro indica: Los libros son orgullosos, cuando se los presta, no vuelven. Algo de eso debe haber; en general, presto pocos libros, y siempre vuelven; menos tres, que después de varios años me obligué a regalar. Seguro que hay otros libros, seguro son más que tres, pero ya no los recuerdo, tal vez ni advertí la ausencia; por eso, ahora pienso que lo que no regresa, a veces, tiene razón.
Nadie prestó En breve cárcel. Voy a decir más, nadie lo tenía y quien lo tenía, después confirmé que se calló muy bien la boquita. Por eso fue que busqué en distintas librerías y lo encargué —y lo esperé— sin suerte. En una de las vueltas, hablé por teléfono con el primer editor; dijo que tenía un ejemplar y era de él, ejemplar de editor: así que no lo presta, no lo vende y lo que sigue es obvio: no lo fotocopia.
Algún librero debe tenerlo, remató.
Pero ningún librero con quien haya acertado; alguno siquiera lo había leído.
Una amiga que vive en México lo consiguió; una edición de Alfaguara de febrero de 2005; y me lo envió con alguien que viajaba al país, a la Argentina, y fue un regalo.
Entonces, decía que hay libros que nadie presta, porque se los quiere tener de modo especial, pues no son libros, son otra cosa, a veces son ojos, o manos, pellejo, latido, ritmo, respiración, inteligencia, sacudidas... cada quien tendrá posibilidad de saber qué se trata de sí en esa clase de objeto que tiene la forma mundana de libro.
Por ejemplo: no pienso deshacerme, prestando y perdiendo, mi fotocopia del Jacob von Gunten, que tiene una precaria forma de libro, como un libro a medio hacer, variación rústica y estudiantil, aun teniendo una edición sensata y querida, tapa dura, encuadernación cosida y hojas de alto gramaje; no, no me voy a deshacer; no de la primera copia que dio conmigo. Ese Jacob me ha dejado sin aire más de una vez. Pero eso refiere a otra nota que aún no terminé de escribir y que se está filtrando en ésta porque debo decir que dejé en suspenso —hace un año— la segunda parte de la trabajosa Robert Walser o los manotazos del instante, no tanto por vaga, como por un aparente infundado amor a su letra que hoy me paraliza. Entonces para volver a Walser o al trabajo que la letra-Walser hace en mí, tengo, según parece, que hablar sobre algo que ocurre en esta novela de Molloy.
En este ejemplo reciente escribí deshacerme; no deshacerme del libro, sino deshacerme (deshacer en mí) ese objeto filtrado en la letra de Robert Walser, que tiene la forma mundana de libro.
Apelo al texto de Sylvia Molloy porque en ahí, en esa novela, entre el cuerpo y la letra hay encuentro, y también separación: no sin miedo, no sin soledad.
En el texto, una mujer escribe para después leerse.
La mujer que escribe construye y recompone su historia. Una historia de amor y más que una historia de amor: la historia del cuerpo dolido, despellejado o quizá una especie de muñón que acosa desde la oniria o desde el recuerdo sin forma. No alcanzan los espejos para saberse y reconocerse. Si una mujer espera a una mujer, también espera a otra mujer y también, parece, se espera a sí misma. Pero el espejo no basta, no alcanza y tampoco debe alcanzar porque no es el propósito de esos espejos definir lo que aún no está definido, porque esta mujer que espera y que escribe, se escribe a sí misma, como si se dibujara la existencia ganando un tempo y un espacio en el mundo; pues a medida que avanza con la escritura va existiendo —ella— y también va existiendo el pasado. Esta mujer se teje, se da vida, se va conformando desde el muñón, desde una proto-existencia, hasta un aeropuerto donde se reconoce, sola y con miedo, pero se reconoce, humana y mujer, dispuesta a partir, a parir, a parirse de entre los papeles como de su propio útero.
En el inicio, parecería que esta mujer, sola, en medio de la nada (en realidad, está en un cuarto rentado, entre libros y algunas lámparas de luz tenue) ha dado el primer manotazo de existencia con su letra.
Esa letra, más que herida (querida), está mostrando un devenir, un cuerpo en devenir, una historia en devenir.
¿Cuál es la operación de la escritura, con respecto a la memoria?
Leer la memoria, traducirla, distorsionarla sin voluntad ni propósito, arrancarla de lo que está incrustada y también de lo que inexorablemente ya está arrancada, es decir, arrancarla de donde nunca estuvo; arrancarla del tiempo acaecido, reconocerla más allá del tiempo y traerla al tiempo de la escritura. Entonces, la historia empieza a construirse, con las distorsiones inevitables y con retazos, y retoños y restos.
El personaje de esta novela toma nota, anota sucesos diarios, recuerdos, reflexiones, y lo hace porque necesita contar una historia que parecería por momentos inasible, pero que obliga desde el dolor. Pues el dolor del personaje, el dolor de la ausencia, el dolor de la espera, el dolor de la memoria desordenada pero impecable, como intacta, es lo que obliga: manda a una escritura.
La memoria inmóvil, es un imposible. Cualquier gesto que tienda a aquietarla produce el horror de lo que no se procesa.
Remarco: el dolor de una memoria ajándose —remarco el movimiento— obliga (invita) a una escritura.
Ese peculiar caos, ese magma atemporal donde todo lo vivido, lo temido y soñado, lo pensado y lo excluido, burbujean simultáneo, debe ser escrito por otra voz, no puede narrarse desde ahí, porque ahí no hay voces articulables, por eso debe narrarse desde otro lado, desde un espectador no afectado. Desde un espectador que tenga boca y ojos y manos, delimitados, quiero decir que una boca no sea ojo que una mano no sea boca; en todo caso, el narrador, en tanto no afectado por esa suerte de pasión que desborda el territorio, podrá aplicarse a ese juego pero no quedará tomado por el juego.
La acción del tiempo implicaría un yo, un orden, una clave, una sucesión de letras, de palabras, de oraciones; y también el poder comprobar que el paso del tiempo, la erosión que sufren los cuerpos, es tanto en el mundo como en la huella que ha dejado en cada quien ese mundo. El cuerpo de las ideas-huella-memoria también se erosiona, la superficie del recuerdo jamás es lisa, está erosionada, nació erosionada, funciona con la erosión.
Una clave, un orden para este relato. Sólo atina a ver capas, estratos, como los segmentos de la corteza terrestre que proponen los manuales ilustrados. No: como las diversas capas de piel que cubren músculos y huesos, imbricadas, en desapacible contacto. Estremecimiento, erizamiento de la superficie: ¿quién no ha observado, de chico, la superficie interior de una costra arrancada y la correspondiente llaga rosada, sin temblar? En ese desgarramiento inquisidor se encuentran clave y orden de esta historia.1
No es máscara, no es mascarada, es el interior de una máscara, la superficie interior que tiene contacto con la piel, con la piel que no se muestra, lo que siente la piel, las marcas de la piel moldeando una costra, huellas sobre una piel antes de llegar con sus ojos de piel al mundo.
Desde el envés de la costra, desde la cascarita de la herida, desde el calco rústico de una herida en una piel que conserva y atesora la huella —pero ya soporta en la superficie exterior el frío o el calor— desde la costra que cura, que ha reconocido y testimoniado la superficie dolida y ya regenerada de la piel, el narrador, narra.
El orden implica, entonces, una posición, un lugar.
El orden implica entonces una separación.
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