Otros géneros en ensayo



Por Mara Negrón. Universidad de Puerto Rico
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 De ensayo:
1. tr.
Probar, reconocer una cosa antes de usarla.
2. [tr.]Amaestrar, adiestrar.
3. [tr.]Preparar el montaje y ejecución de un espectáculo antes de ofrecerlo al público.
4. [tr.]Hacer la prueba de cualquier otro tipo de actuación, antes de realizarla.
5. [tr.]Probar la calidad de los minerales o la ley de los metales preciosos.
6. [tr.]desus. Sentar, caer bien alguna cosa.
7. [tr.]ant. Intentar, procurar.
8. prnl. Probar a hacer una cosa para ejecutarla después más perfectamente o para no extrañarla.

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 Ensayemos pues. Experimentemos, probemos, degustemos otros géneros en ensayo. Mi pretexto será el ensayo en tanto que género literario y sus contigüidades con la diferencia sexual, pues, a mi vez, ensayo una lectura sobre dos antologías escritas por mujeres en Puerto Rico en esta última década.
Entenderé aquí la palabra ensayo, no sólo como aquel escrito en prosa que trata desde el siglo XVI (desde Montaigne) sobre un tema sin agotarlo, precisa el diccionario de la real academia, sino también en el sentido de probar, de intentar algo por primera vez, la experiencia pues, pero también en su acepción teatral e idiomática, aludiendo más bien al proceso del hacer, el del ensayo sin carácter todavía fijo y acabado. Ensayar es tratar por primera vez. Es la experiencia de la primera vez, inaugural.
Por lo tanto, reivindico a través de la palabra ensayo una cierta apertura, una tentativa sin cierre, sin un límite definido de lo que se experimenta. Ahora bien, estoy anunciando pautas que delimitan el tema de esta reflexión así ensayo “escrito por mujeres”, “en Puerto Rico” y en “esta última década”. En primera instancia una categoría que atañe a la “diferencia sexual”, en segundo a la de «lugar» y en tercero a la de tiempo. Tres categorías y/o límites que aíslan un corpus. Como si no fuera suficiente me referiré específicamente a dos textos: Femina Faber: letra, música, ley de Aurea María Sotomayor [1] y El fin del reino de lo propio de María I. Quiñones [2] . No seré exhaustiva. (Sin embargo, había pensado inicialmente en un corpus más extenso. Volví a leer a Irma Rivera Nieves, Cambio de cielo, viaje, sujeto y ley [3] y a Vanessa Vilches, De(s)madres o el rastro materno en las escrituras del Yo. [4] Ambas forman parte de esta coreografía que intentaré poner en escena aunque por razones de tiempo las deje entre paréntesis. Como una coreografía experimental en la que no se borra la diferencia ni de cuerpos ni de voces, los sujetos de la enunciación de estos textos se responden, se intercambian posiciones.)
Estos ensayos se escriben aparentemente desde lugares distantes, al menos desde el punto de vista de las disciplinas que practican las autoras. El objeto de estudio de Aurea María Sotomayor proviene de la literatura, la pintura, la danza y el de María I. Quiñones desde lo que habrá sido el campo de la antropología. Esos dos lugares de la enunciación se distancian, pero también se tocan como intentaré demostrar. ¿Qué ensayan estos textos escritos por mujeres y qué podría ser inaugural? Veremos que las líneas disciplinarias se borran al igual que el lugar de la enunciación –más bien híbrido, cercano a la ficción– así como su relación con un Saber soberano y falologocéntrico.
¿Por qué título Otros géneros en ensayo sugiriendo con ello que en el ensayo como género literario se ensayan otros géneros? A diferencia de otros géneros literarios, el ensayo no posee una historia o trayectoria clara, aparte de su momento inaugural con Michel de Montaigne. No existe tal cosa como una historia de la ensayística latinoamericana. Si bien encontramos antologías de poesía, de cuentos, historias de la literatura, es difícil encontrar una de ensayo. Aclaro que se encuentran antologías de ensayos, pero no exploran esa categoría en sí, no piensan la forma y el estilo ensayo como género. ¿Cuáles serían las particularidades de la prosa ensayística aparte de la definición escueta que se suele dar? Pues bien, el contenido pesa más que la forma. Me parece que todo se juega entre una palabra que pesa –la palabra ensayo viene de exagium, peso– en oposición a una palabra más leve como la de la ficción o de la poesía. El ensayo se revela como un género sin género, el lugar de una prosa indecisa que está determinada por su cercanía con la verdad o su lejanía de la ficción. Sería el lugar de una palabra transparente y precisamente soberana.
El género ensayo parece así desprovisto de género. Un género en el cual las marcas de la singularidad desaparecen. Un género de todas y todos y para todos, la prosa funcionando como el lugar de un decir sin estilo. El sujeto de la enunciación se sitúa, se posiciona… es el tiempo de una tesis, aunque no exhaustiva. Las mujeres se han servido de él… Hay unos ensayos o conferencias –uno duda con respecto a la designación– que han marcado los diversos momentos de la historia del feminismo del siglo veinte: Un cuarto propio, de Virginia Woolf, es un texto bastante híbrido, o la carta [5] de Sor Juana Inés, para movernos hacia una geografía latinoamericana, y acercarme al texto de Aurea María Sotomayor. Se trata aquí una vez más de otro híbrido, de una carta en su forma y estilo. La hibridez sería una de las características de la ensayística contemporánea. Pienso en Entre l’écriture de Hélène Cixous [6] , publicado en 1976 como una de las propuestas más atrevidas en ese sentido; un texto híbrido. No se trata de crítica literaria en el sentido convencional ni de un ensayo teórico sencillamente porque ya la escritura tiene un carácter performativo que disloca el lugar de la enunciación. Para poder pensar diferente hay que escribir de otra manera, la escritura dice y hace. Ésa es la propuesta que sustenta esa práctica diferente de la escritura. ¿Por qué la poesía, en tanto que formalización estética del lenguaje, tendría que estar lejos de la prosa reflexiva, por qué el poema no contaminaría la prosa? Por eso el título de la antología anunciaba un ejercicio crítico entre la escritura, este «entre» indicando una apertura. Por lo cual, me parece que la contaminación de géneros literarios, de formas de escritura constituye una de las características de una ensayística nueva, a partir de los ochenta, es decir, el momento en que los conceptos de texto y de cuerpo se tornan ineludibles. La escritura es la experiencia de esa dislocación del sujeto con su propio cuerpo. Por lo cual, pensar nuevos géneros, nuevos sujetos, subjetividades supone escribir de otra manera.
¿Y en Puerto Rico? No existe tampoco una historia de la ensayística, a lo sumo del periodismo. Si bien la historia política, el canon, ha estado muy ligado a esa forma literaria. En Puerto Rico, la tradición ensayística remonta al siglo XIX, y casi sin excepción es una prosa que se agota tratando de aclarar la situación colonial. Desde Hostos, ver los trabajos de Irma Rivera Nieves, pasando por Insularismo de Pedreira o El país de los cuatro pisos de José Luis González, es desde esa forma en prosa, que le da primacía a la tesis y al sujeto de la enunciación en posición de maestría, que se esgrimen las tesis sobre qué es el ser puertorriqueño y el futuro de la isla. El ensayo se marca en Puerto Rico por sus ejes temáticos. Una de las novedades de la ensayística de esta última década es que ha diversificado su temario. Si, por un lado, una parte de su producción se ha dedicado a desmontar los discursos de la nación y de la identidad [7] –prolongando esa tradición discursiva aunque sea de forma negativa–, por otro, se han multiplicado los sujetos y complicado los espacios de la enunciación. Al lado de esa prosa, a veces no muy lejos de ella, la crítica literaria. Me parece, esto se abre a discusión, que la ensayística sigue muy apegada aunque sea por negación a la problemática nacional, aunque sus retóricas y estrategias sean otras. Y me atrevo a decir que es el lugar de un sujeto masculino cuyo destinatario es una nación, aunque sea postmortem. Me parece que hay una línea divisoria: el ensayo que se escribe desde la literatura, que toma la literatura como su pretexto y texto, tiene interlocutores más híbridos y voces más ambiguas. Eso es lo que creo que los trabajos que voy a recorre aquí innovan. Ellas no hablan desde ahí. Su destinatario ya no es «esa historia». Aunque ellas no son las únicas, pues este «entre» no es un propio de las mujeres.
Como decía, me sirvo aquí de la palabra ensayo en su doble acepción tanto de género literario como de ensayo en el sentido de «probar, de reconocer una cosa antes de usarla», como uno se prueba un vestido o un lápiz de labio, pienso en María I. Quiñones. Volveré a una escena de este libro que considero «ominosa» en tanto y en cuanto provoca una disfunción del sujeto de la enunciación, lo transforma en personaje en un texto de antropología. Se produce un extrañamiento con respecto a la disciplina antropológica y familiaridad con la ficción. Estos ensayos tienen la particularidad de ensayar algo, de estrenar algo. Tanto Aurea María Sotomayor como María I. Quiñones ensayan sus voces en escritura y se ensayan desde otros lugares del decir. Ninguna de las dos deja de lado la cuestión de la diferencia sexual, pero ésta tampoco se propone como una categoría excluyente. En verdad. Ellas no se dejan coger o fijar un lugar. Aunque hablan como mujeres –femina faber, anuncia desde su título el texto de Aurea María Sotomayor– y se toman como punto de partida algunos de los lugares comunes del feminismo, esos sujetos no enuncian ni verdades ni principios desde la transparencia de un saber. Es más, es la afirmación de esa fragilidad, ese no poder decir, o ese buscar cómo decir y desde dónde decirlo que caracteriza estos textos.
Desde luego, juego un juego, me fío de una categoría cuestionable, el sexo biológico del autor con el propósito de constituir este corpus. Sí, es una astucia, como una medusa que levanta su cabeza y se ríe, y me importa aquí la risa, ese estado del alma. Juego y me río. “On va vous montrer nos sexes”, decía un texto francés de los ochenta, osadamente mostrando un lugar entre otros, el de la castración. Otro personaje mitológico, Baûbo se habría levantado la falda para enseñar su sexo y también, al hacerlo, se ríe. Sí, a manera de astucia me sirvo de esa categoría «mujer», pero la uso como lo que ella misma sugiere, una suerte de máscara que anuncia una escena de seducción, es decir, un simulacro. Estoy en una escena de lectura y me dejo seducir por esas mujeres que sutilmente se levantan la falda, no demasiado, no se trata ya de escandalizar, pero sí, de inscribir una capacidad de acoger a los otros en los espacios de la escritura. Me interesa insistir en las diferencias, y la sexual es una de ellas. Recordemos que la biología no determina nada seguro, sino que es desde ya una impronta, una marca de escritura que toda una vida no bastará para descifrar… la biología ya es escritura, por lo tanto ya experiencia del cuerpo y de la sexualidad como texto.
Ninguna de las escritoras que me apresto a comentar es asimilable. Las voces en la escritura desdibujan rostros, figuras e identificaciones singulares en cada caso. La diferencia sexual no es negada, más bien ya asumida. Ellas se escriben desde otro lugar. Ese “otro lugar” que reclamaba Marta Traba en Hipótesis de una escritura diferente [8] con el propósito de distanciarse de la polémica que suscitó el manifiesto a favor de una “escritura femenina” de Hélène Cixous. Imposible, decía Cixous, de definir tal cosa, imposible decía Marta Traba, pero quizá podíamos tratar de escribir desde otro lugar. Pues bien, me parece que los textos que me ocupan hoy ya hablan desde otro lugar, y ensayan otros géneros dentro del género. Textos que producen su propia ley de género. ¿Cuál es esa ley? Según Derrida en “La loi du genre” –lectura de un texto de Blanchot–, la única ley de género es que no hay una ley o que todo género produce al instante la ley de su género. Imposible de definir un nosotros como no sea produciendo las condiciones de posibilidad en que se pueda articular un punto entre un yo y un nosotros. Ésta es la manera en que la deconstrucción anunciaba e inscribía el problema de la singularidad de un cuerpo y de la firma de un autor. Sin embargo, en algunas lecturas se mira en dirección de la “mujer”. Así, en La folie du jour de Blanchot, la categoría mujer es probada como posibilidad:
Les hommes voudraient échapper à la mort. […]
J’ai pourtant rencontré des êtres qui n’ont jamais dit à la vie, tais-toi, et jamais à la mort, va-t-’en. Presque toujours des femmes, de belles créatures.
Les hommes, la terreur les assiège… (p. 279)
Los hombres quisieran escapar a la muerte […]
Sin embargo, he conocido seres que nunca han dicho a la vida, cállate, ni nunca a la muerte, vete. Casi siempre mujeres, bellas criaturas. A los hombres, el terror los cerca [9]
Este enunciado no es totalizador “casi siempre mujeres”. El “casi” abre la puerta y fisura de antemano cualquier pretensión de apropiación por parte de la mujer. Por otro lado, se señala una postura ante la vida, una afirmación a la vida que nada tiene que ver con la de la tesis soberana. Lo que “casi siempre” marcaría a “la mujer” sería una actitud de afirmación, una apertura, ese dar-decir sí, una posición ante la vida. Derrida inmediatamente desconstruye pues todo sujeto que diga sí a la vida, y bello, ocupa esa posición: “il est donc plus que probable que, pour autant que je dise oui, oui je sois femme, et belle” (p. 280) (Es más que probable que, por que yo diga , , yo sea mujer, y bella. Yo soy mujer, y bella). Si nos remitimos a su lectura del “soliloquio” de Molly Bloom, y no “monólogo”, insiste Derrida, del último capítulo del Ulises de Joyce, [10] la mujer una vez más se encuentra asociada a la afirmación, al “sí” trascendental, que sería la condición de posibilidad de todo preformativo, un sí repetitivo, que también sabe contener al otro, escuchar al otro y que marca la promesa y el compromiso. La mujer sería el lugar de una posición, es una posición, un posicionamiento, condición de toda promesa, de toda palabra dada al otro. En Coreografías entrevista que le hace una “maverik feminist”, Emma Goldman, Derrida se pregunta si la diferencia sexual y la différance, ese trazo olvidado en la archi-prehistoria no señalaría la localización atópica de la inscripción de la diferencia: “¿Debe pensarse la ‘différance’ ‘antes’ de la diferencia sexual o a partir de ella?” (p. 103) [11] Por último mencionemos Los estilos de Nietzsche, que se abre con un enunciado enigmático: “la femme (la vérité) ne se laisse pas prendre”. Derrida analizaba los lugares de huída, del juego de la escritura de Nietzsche. Curiosamente, a partir de los enunciados misóginos del filósofo, en ese lugar de su texto, es decir, desde ese lugar, inconquistable, Nietzsche afila sus espolones contra la filosofía metafísica. La mujer es el mejor arma de Nietzsche porque permanece a distancia, seduce como la verdad pero no se deja conquistar. La mujer como concepto es lo incaptable, una vez más un lugar inaprensible. En ese sentido, el estilo de Nietzsche sería femenino. Hablar desde la diferencia sexual implica, entonces, a la vez una afirmación, pero sobre todo una posición que desconcierta la estabilidad del saber producido y de la enunciación. No es la afirmación de la tesis soberana. No hay tesis sino posición. Con lo cual, no debemos olvidar el estilo cuando de diferencia hablamos.
Los estilos de Aurea María Sotomayor y de María I. Quiñones
La pregunta entonces aquí no será la de Freud –“¿qué quieren las mujeres?” –, sino ¿a quién le escriben las mujeres o todo aquél o aquélla que de una manera de otra ha dislocado el lugar de la interlocución en nuestra ensayística esta última década, que ya no le escribirían a esa «Nación» heterosexual convencionalmente estructurada? Lo que no quiere decir que no se escriba desde un lugar ni se deje de sentir interpelado por la memoria cultural y la experiencia política de la isla. Si el cuerpo es la escritura, ella, el lugar de esa experiencia finita del sujeto, entonces no hay un afuera de esa interrelación. Aurea María Sotomayor ubica explícitamente el lugar desde el cual ella escribe como un hacer de la mujer, de la escritora y un espacio literario en el país: “Femina faber, como índica el título, es lo que hace la mujer; viene de una reflexión sobre lo que es ser escritora, sobre mi ubicación en el espacio teórico literario que me ofrece el país” (p. 13). Aunque estos anclajes se supeditan al arte y al artista que se hacen desde lugares menos aparentes: “La identidad del artista depende de su mejor acto, que es hacer arte” (p. 12). El libro de María I. Quiñones está compuesto de cinco ensayos y un epílogo, de los cuales sólo uno se sitúa en Puerto Rico: Los beauty parlos: el al(r)ma de las mujeres. Mas cuando recontextualiza las problemáticas exploradas afirma un anclaje en la herencia, en el archivo y un reconocimiento de la diferencia sexual que, por el otro lado, parece negar. Es un libro “fuertemente anclado” pero no es un libro sobre…: “Éste es un libro fuertemente anclado en el mundo que me ha tocado vivir; un país, Puerto Rico, un imaginario cultural, el caribeño, una tradición intelectual, la antropología. Aun así, no es un libro sobre el Caribe, sobre las mujeres o de antropología caribeña” (p. 17). Desconfiemos de las apariencias, este es el fin del reino de los propios, éste es un libro que anuncia un final, el duelo de una disciplina, la antropología que perdió su objeto de estudio cuando este objeto comenzó a hablar y transformó al antropólogo a su vez en objeto de curiosidad. El que miraba se sintió mirado, escrutado. No es un libro “sobre el Caribe, sobre las mujeres o de antropología caribeña”, pero no es libro sin esa memoria. Lo que pasa es que ninguna de esas tres figuras –Caribe, mujer, antropología– significan lo mismo. No son reconocibles a partir de un concepto de herencia convencional. María I. Quiñones lleva a la antropología a pasear a lugares que ella no había frecuentado. La hibridez consiste en combinar una escritura más cercana al relato de viaje novelesco, con intervenciones de la autora –que ya no quiere ser antropóloga, que deja de serlo, se borra– con un bagaje teórico.
No se trata por tanto ni de no apelar a la memoria de la cultura, a la herencia y a sus figuras desde los lugares comunes de la retórica que son el “Caribe”, “la mujer”, pero no se promete redención de ningún tipo, y más que destinatarios, estas metáforas de identidad son un punto de partida, de anclaje para lanzarse hacia la escritura. En cuanto a las disciplinas, El fin del reino de lo propio diversifica sus estrategias y los modos del relato mientras que en Femina faber en la voz en escritura se confunden la poesía y el derecho. Hay en Aurea María Sotomayor una interrogación constante sobre las estructuras de la ley. Las innumerables figuras que constituyen este corpus de lectura comparecen de una forma o de otra ante el fracaso de la justicia. Hay un grito de justicia que recorre sus ensayos. La lectora de ese libro comienza a leer instalando el escenario de una denuncia y su posible acto de justicia.
¿A quién le escriben ellas? ¿A quién ellas le dan el sí? ¿Cuáles son los destinatarios de esa prosa híbrida para los cuales ellas deciden escribirse y autorretratarse? ¿Cómo el sujeto de la enunciación se implica en el objeto mirado o se deja mirar ocupando entonces el lugar del sujeto pasivo? La carta como estructura me ha sido sugerida por el ensayo que Aurea María Sotomayor le dedica a Sor Juana Inés de la Cruz: La réplica a las voces de los padres, una lectura de la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz (1691) que es “la réplica de Sor Juana a una “incitación al discurso” proveniente del […] confesor […] Manuel Fernández de Santa Cruz, el obispo de puebla” (p. 35). Como sabemos el confesor toma un pseudónimo, Filotea, para provocar la respuesta de Sor Juana. Sor Juana Inés acalla escribiendo y hace alarde de su no saber escribiendo. Son éstas las tretas del débil que Josefina Ludmer describe en su ensayo. [12]  En segundo lugar, me propongo describir la estructura del espejo que no es extraña al juego novedoso de estos textos. Este artefacto en medio de un discurso antropológico interrumpe la narración y como en Alicia in wonderland pasamos, sino del otro lado del espejo, al menos nos revela el rostro de la que escribe. De suerte que, al hacer el retrato de los otros, yo hago el mío propio. Principio que María I. Quiñones no olvida a lo largo de sus cuatro ensayos poniendo al desnudo la posición de la antropóloga que no puede ya ocupar una posición de objetivad ni de verdad para hablar de un sujeto convertido en objeto de estudio. Dos estructuras entonces: la del envío y la del espejo, la una para subrayar el trayecto del discurso y la segunda para dislocar la posición de maestría de la que escribe insistiendo más en querer saber que en constatar lo que ya se sabe. Paradójicamente, un espejo es el instrumento indispensable para terminar con el reino de lo propio. Podríamos decir que tanto Sotomayor como Quiñones “están mirando tu pregunta preferida” como dice un verso de José Lezama Lima que sirve de epígrafe a Femina faber.
El travestismo de la cita latina
Todas las figuras que deambulan a través de Femina Faber, como si fuera una inmensa ciudad, circulan en torno a una exigencia: la del derecho a la justicia. La inscripción de la escena de la ley es muy poderosa en Aurea María Sotomayor. Ésa es, diría yo, su pregunta preferida, un destinatario privilegiado de sus voces en escritura. No olvidemos el subtítulo del libro: Femina Faber: letras, música, ley. ¿Por qué asociar el hacer de la mujer en la letra y en la música al de la ley? ¿Puede la mujer encarar la ley, colocarse frente a ella? En un trabajo anterior, había dado cuenta de la lectura del personaje borgeano de Emma Zunz, al que se le dedican dos ensayos de la antología. De hecho, la antología se abre con uno de estos ensayos dedicados al personaje de Emma Zunz que se hace justicia a sí misma, toma la justicia en sus propias manos, por medio de la fabricación de un relato aceptable para el derecho que le permite esconder su crimen. Emma Zunz vela, al umbral del texto de Aurea María Sotomayor, dándole una figura a un reclamo, a veces a un grito de justicia. Tal cosa como la justicia sólo sería posible sugiere Femina Faber retando los estatutos y escabulléndose a través de las fisuras del estado de derecho. La más fértil de todas las tretas reside en la palabra, en la maestría discursiva. La palabra es seductora, doble y confusa, sujeta a interpretación. Es lo que no se deja captar, como la mujer. Una mujer ante la ley, ¿cómo se enfrenta ella, cuál sería su mejor escenario? Aurea María Sotomayor declara en “La escritora y la verdad” (2000):
Con estas palabras he querido llamar la atención a una sensibilidad que dé fe de mi relato inicial, equiparando a esa escritora […] con cualquier mujer que sabe que el mejor escenario de su verdad desgraciadamente no lo puede custodiar el derecho. (p. 152)
Entonces de lo que se trata es de la búsqueda de un escenario donde hacerse justicia. Ante ella, uno no se devela, más bien uno disfraza su verdad. No se trata de una comparación ante la ley, como en Kafka. No es una confrontación, no hay un cara a cara ni tampoco una espera paciente. Emma Zunz se venga fabricando un relato, mientras que Sor Juana en su carta se sirve de las armas discursivas del poder, del padre para revindicar un lugar para la mujer letrada. Las estrategias de Sor Juana serán una respuesta irónica al Obispo de Puebla que se había arrogado el derecho de publicar, sin su consentimiento, la Carta Atenagórica. El obispo usa un pseudónimo, Sor Filotea, para incitarla a responder. La carta es la respuesta de Sor Juana a Sor Filotea. Travestismo o máscara del obispo al que Sor Juana responde saliendo del silencio: “para que se entienda que al callar no es no saber qué decir sino no caber en las voces lo mucho que hay que decir”. Salida del silencio y entrada en la palabra que supondrá un travestismo más sutil con el propósito de que el discurso tenga muchas más voces y más autoridad. Sor Juana a mi manera de ver propone un travestismo a través de la cita, ella dice solapadamente con sus voces pseudonímicas lo que quiere decir. Sus voces son entre otras: Santo Tomás, Alberto Magno, Moisés, Faraón, San Pablo, Falsos Apóstoles. ¿Quién habla, cuántas voces se dicen a través de la carta de Sor Juana?
La réplica a las voces de los padres: el caso de Sor Juana Inés de la Cruz de Aurea María Sotomayor se centra en el uso del latín como estrategia para desenmascarar al obispo. La pregunta que se hace es: “¿se cita con reverencia o con ironía?”, poniendo de relieve el doblez de la palabra. Su lectura en este sentido se aleja y completa la de Josefina Ludmer en las “Tretas del débil” que insiste en la paradoja del acallar-diciendo. La ironía que se deja sentir a través del empleo de las citas patrísticas en latín, a la vez que se hace alarde de no saber, es un arma de doble filo. El sujeto que escribe construiría según la lectura de Aurea María Sotomayor una identificación discursiva con la figura de Cristo, la víctima, el mártir, en el sentido de que Sor Juana ha sido vilipendiada por los falsos profetas que no saben leer las escrituras. La carta describe un escenario de inculpación. Sor Juana no niega su deseo de saber y de leer. Pero, la cita en latín desenmascara al destinatario, tal es una de las tesis insistentes de Sotomayor y para demostrarlo traduce algunas de las citas latinas de la carta de Sor Juana: “Las buenas palabras no buscan el  secreto”; “Ocultarse es propio de la conciencia criminal”; “La acusación no se sostiene si no la cuida la persona que la hizo” (p. 41). El uso del latín le permite un decir en demasía, porque se pone en boca de otro que tiene más autoridad, lo que no puede decir una mujer sin disfraz, cara a cara. La cita viste las voces de Sor Juana. Desde su boca y su pluma la palabra de los padres tiene otro sabor y más de un sexo, diría yo. Se jugaría aquí el arte de bien citar, de bien hacer injertos del otro en uno. Esta carta apela toda una teoría sobre el injerto, la greffe, como técnica que me permite “monstruosamente” añadir pedazos de otro cuerpo al mío. El cuerpo de la carta de Sor Juana sería a mi manera de ver hasta cierto punto masculino. Es decir que, si por un lado Sor Juana desenmascara, ella a su vez juega a ponerse diversos vestidos –voces masculinas– de suerte que ella le devuelve los textos sacros, que ella sabe leer e interpretar, a la institución, irreconocibles. ¿A qué sexo pertenece una mujer sabia en el siglo XVII en un convento? Así leo y continúo yo la lectura de Aurea María Sotomayor. Todo se va a jugar entre los injertos de las citas, la interpretación de la mismas, es decir, lo que uno le hace decir a las citas del otro. Hay en particular una cita: “Mulierem in ecclesiis taceant” “las mujeres en la iglesia callan” central a la discusión. Sotomayor comenta: “Juana se apropia la palabra del Pater, la utiliza y la ridiculiza. […] Toma la lengua, así como toma el poder simbólico que ésta posee […] La extensa discusión e inversión del argumento misógino de la frase paulina […] Surge en ella […] la antítesis mujer sabia vs. Hombre necio y arrogante”. El recurso de la antítesis sirve a la interpretación de Sor Juana. Ahora bien, me parece que la escritura hace más de lo que sospecha Juana porque la carta fabrica más que un argumento antitético, sino también otro género de voz heterogénea, otro cuerpo y otro lugar para el híbrido monstruoso que supone ser una mujer sabía en escrituras sacras. Sor Juana es una hereje. Uno de los momentos claves de la carta consiste en la recontextualización histórica de esa cita que le signaba a la mujer el lugar del silencio. Ella denuncia de que, al interpretar y/o traducir la frase paulina, no se tome en cuenta la explicación histórica de Eusebio: “Y es que en la Iglesia primitiva se ponían las mujeres a enseñar las doctrinas unas a otras en los templos; y este rumor confundía, cuando predicaban los apóstoles; y por eso se les mandó callar” (p. 122). Sor Juana revindica el derecho a la educación privado para la mujer y la carta está llena de referencias a mujeres célebres y doctas, ejemplos a imitar, pero cuyas palabras no aparecen citadas en su texto. Habla a través de la cita la voz de la autoridad del Padre, traducida e interpretada por Sor Juana. Para Aurea María Sotomayor Sor Juana hace un “ataque mordaz a la lengua patriarcal de la que se ha mofado desde el principio” (p. 46), después de lo cual entra en el silencio. Ese acto de libertad, de escritura, lleno de ironía permanece como el testamento de Sor Juana y como figura y modelo de un grito de justicia para Sotomayor.
Mi espejo es el espejo del otro
El fin del reino de lo propio (ensayos de antropología cultural) de María I. Quiñones anuncia desde su título un final y por lo mismo una entrada en un proceso de duelo. La antropología perdió su objeto de estudio, si es que alguna vez lo tuvo, si es que alguna vez el viajero-antropólogo tuvo un objeto real fuera de sí mismo. En el presente, debido a la imposibilidad de distinguir con certeza entre un aquí y un allá, un civilizado y un salvaje, un sujeto de saber y un sujeto pasivo que se deja estudiar, la antropología parece haber descubierto la fragilidad de sus bases. Ése es el fin de un reino que se ocupó de sí mismo. En el fondo, el antropólogo, como el escritor, no ha hecho más que viajar en su propia interioridad a la vez que se desplazaba a lugares lejanos a recoger relatos, armarlos para darle existencia a una realidad que no dejaba de estar mediada por sus fantasmas e identificaciones. A lo sumo, el antropólogo no ha sido más que un traductor, que no es poca cosa, aunque “raras veces ha puesto en duda su gestión como traductor de las culturas” (p. 28) dice Quiñones. Si Femina Faber gira en torno a un reclamo de justicia, El fin del reino de lo propio pasa la página de lo que fue la antropología del siglo XX y propone pensar la diferencia, no como exterior a nosotros, el otro diferente, sino, de forma ominosa, me parece, puesto que la diferencia aquí es aquella extranjeridad que nos habita. El antropólogo se vería “como el extranjero de los lugares que habita” (p. 30): “El reto es desarrollar una antropología – y por ende, una sociología, una economía, una historia – que asuma el fin del reino de lo ‘propio’” (p. 37).
En un punto Femina Faber y El fin del reino de lo propio se tocan: la fabricación que supone mirar o leer al otro. Hélène Cixous dice: “C’est l’autre qui fait mon portrait”. Yo no puedo hacer un retrato del otro que no sea el mío propio e inversamente mi autorretrato será siempre el de los otros que me habitan. La hibridez de El fin del reino de lo propio estriba, creo, en ese autorretrato de la antropóloga que esboza cada uno de los relatos que ella arma, y yo diría, ar(l)ma para jugar con el título del ensayo que comentaré. Los relatos funcionan como un espejo, como una psique. Yo diría que el “personaje” del ensayo “Los beauty parlors: el al(r)ma de las mujeres”, el único que se sitúa en Puerto Rico, es el espejo. Menciono de paso que el espejo es un artefacto caro a la literatura, en particular a la realista. Recordemos el célebre narrador de Sthendal, Le rouge et el noir, que entra en la escena narrativa con un espejo. La novela debía de ser un espejo del mundo, reflejarlo. El narrador no hacía más que sostener ese espejo. ¿No es esta la tarea de la antropóloga? En todo caso, El fin del reino de lo propio me hace pasar del otro lado del espejo.
El ensayo se abre con una cita de Lugo Fillipi, una mujer frente al espejo. Pero, continuemos, hay varios espejos. Yo por mi parte me detuve en el que la narradora se atribuye explícitamente, un momento de retrospección, vuelta a la infancia, la antropóloga cuenta su escena de espejo, ésta es su prehistoria antes de convertirse en antropóloga de la diferencia e ir a los beauty parlors a escuchar el alma de las mujeres, y declarar ese lugar como un espacio de socialización compleja en el que las ciencias humanas deben entrar. Esta apertura, esta escena coloca el libro en un lugar indeciso desde el punto de vista de la disciplina. Su hibridez no es pensable precisamente desde ningún propio discursivo o disciplinario. Cito el fragmento titulado “La magia de un espejo”:
“El espejo nunca miente” murmuraba mami cada mañana al tiempo que retocaba el color de los labios y acomodaba sus medias nylon. Nunca estaba satisfecha con la imagen que le devolvía el espejo, que si el color de traje no le quedaba, que si las piernas lucían muy gordas. […] Nunca faltaba una visita al beauty parlor […]
Cuando se enfermó, decidió que nunca más se miraría al espejo. Una tarde rebuscó los collares de fantasía que acomodaba en varios cofres y me los entregó. […] Ese día tuve la certeza de la muerte de mi madre. […] Nunca había compartido los rituales de belleza con mami […] Salir desaliñada era mi grito de guerra […] Esa noche sentada frente al espejo me probé todos los collares y pantallas, me peiné de mil maneras y me maquillé […] El espejo me devolvió una imagen que no reconocí.” (p. 54)
Es una escena inaudita en un texto de antropología. Pero además, si buscamos en los anales de la escritura autobiográfica de mujeres, la escena que suele repetirse no ésta, sino la de la biblioteca dada por el padre. Aquí, a diferencia, es la madre la que da algo, un espejo mágico y transformador que devuelve imágenes irreconocibles. Éste sería la génesis de la mirada de la antropóloga. Ella confiesa indirectamente que va a los beauty perseguida o empujada por una escena e imitando a otro personaje: la madre. De ahí su fascinación. A partir de ese momento, el texto hace del umbral su mejor lugar: relato antropológico pero no sin espejo, entiéndase ficción autobiográfica.
¿Qué se dice en “Los beauty parlors: el al(r)ma de las mujeres” una vez se nos instala en ese nuevo teatro de la posmodernidad que es el salón de belleza? María I. Quiñones abandona el feminismo que asocia “los rituales de belleza con la objetivación sexual de las mujeres” (p. 49) demostrando que tanto mujeres como hombres se subjetivan a través del consumo de la belleza, superando también una moral que vendría a regular ese consumo por la necesidad. Es que el fetichismo envuelto en el consumo supera toda moral, y más bien coloca a los sujetos en el espacio de una perversión ligth. Las mujeres al hacer alarde del artificio superan siglos de naturalización de la feminidad a la vez que se construyen nuevos estereotipos de feminidad y masculinidad.
Curiosamente, el salón de belleza no es sólo un lugar de distensión, es también el lugar de la incomodidad, por momentos la silla del estilista parece un diván. Puesto que hay ideales de belleza, sigue habiendo un espejo trascendental en el que se refleja una imagen perfecta. Como sabemos, el control siempre se ha ejercido desde el cuerpo, desde la sexualidad. Por siglos, ese control, ese bio-poder, operó por medio de la represión. Por eso, para el psicoanálisis freudiano, el cuerpo es un entramado de energías, pulsiones reguladas económicamente por una instancia del yo que reprime e inhibe. Se trata por tanto de una noción económica del cuerpo. Represión que nuestra psiquis se encarga por medios alternos y oblicuos de burlar para liberar el inconsciente. A mi manera de ver, el capitalismo salvaje no prohíbe nada, el consumo no censura ni se censura. Ahí estriba su perversión, en la ilusión de libertad individual, de que todos podemos construirnos diferentes. En el fondo ya ni perversas ni perversos podemos ser. A mi manera de ver, ése es el reflejo que recojo en el espejo que me tiende el ensayo de Quiñones al salir de salón de belleza. Se trata según ella de prácticas que intentan hacer desaparecer las diferencias cuando no son ya otra forma de domesticación, así “las mujeres pasan de la prisión doméstica a la prisión estética”. Y su ensayo cierra con una pregunta sin respuesta: “¿Será posible aceptar el sacramento de la iglesia del consumo sin creer en la religión?” Si bien las prácticas estéticas ponen punto final a la dictadura de la biología y de la naturaleza, no hacen más que sustituir un esencialismo por otro; el cuerpo cual más allá de su apariencia visible como espacio de verdad.
[1] Femina Faber. Letras, música, ley, Ediciones Callejón, San Juan: 2004.
[2] El fin del reino de lo propio. Ensayos de antropología cultural. Siglo Veintiuno editores, col. Pensamiento caribeño, Coyoacán: 2004.
[3] Irma Rivera Nieves. Cambio de cielo. Viaje, sujeto y ley, Editorial Postdata, San Juan: 1999.
[4] Vanessa Vilches Norat. De(s)madres o el rastro materno en las escrituras del Yo, Editorial Cuarto Propio, Chile: 2003.
[5] Sor Juana Inés de la Cruz. “Respuesta de la poetisa a la muy ilustre Sor Filotea de la Cruz”, en Obras selectas, editorial Vosgos, Barcelona: 1975.
[6] Entre l’écriture, Éditions des femmes, Paris: 1986. Los ensayos recogidos en esta colección datan de los setenta. La venue à l’écriture (1976).
[7] Ha sido necesario ese desmonte del nacionalismo. Ver Nación Postmortem de Carlos Pabón, ediciones Callejón, San Juan: 2002 y La ansiedad de ser puertorriqueño: etnoespectáculo e hiperviolencia en la modernidad líquida de Arturo Torrecilla, ediciones Vértigo, San Juan: 2004.
[8] Marta Traba. “Hipótesis de una escritura diferente”, en La sartén por el mango, Ediciones huracán, Río Piedras: 1984.
[9] Jacques Derrida. “La loi du genre”, en Parages, editorial Galilée, Paris: 1986.
[10] “he asked me would I yes to say yes my mountain flower and first I put my arms around him yes and drew him down to me so he could feel my breasts all perfume yes…” (p. 125) (Tomado de Jacques Derrida, Ulises Gramófono: el oui-dire de Joyce).
[11] Jacques Derrida. “Chorégraphies”. En Points de suspensión, editorial Galilée, Paris: 1992. Ver el artículo que Anne E. Berger le dedica a esta frase: “Sexing Differances”, en A Journal of Feminist Cultural Studies, Brown University, 16:3.
[12] Josefina Ludmer. “Tretas del débil”. En La sartén por el mango, Ediciones huracán, Río Piedras: 1984.
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 En: Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades. Año 8, Nº 16 Segundo semestre de 2006.