El mercado, con su aparente multiplicada diversidad, parece regirlo todo, modificando tanto las imponentes estructuras públicas como las formas individuales de funcionamiento psíquico y social: afectos, deseos, sueños de gloria, pulsiones de muerte. Vender imágenes se erige como el gran slogan que atraviesa este fin de siglo, vender, por ejemplo, no el fino tramado que ordena una guerra, sino las imágenes desbocadas de una guerra, imágenes que van dialogando complicitariamente con los cuerpos sagrados que habitan en las pausas comerciales televisivas, para dar allí otro épico combate, la épica de promover -utilizando toda la expuesta anatomía- por ejemplo, el último auténtico Blue jean. Guerra y cosmética, cosmética de la guerra, discurso del deseo, erotismos letales, aparecen homogeneizados con idéntica fuerza y semejante superficial dramatismo ante el ojo comprador de imágenes, ante el consumidor asediado en sus cuatro costados por una aguda moral del consumo.
Poleras con la leyenda «Perestroika» aparecen como «la marca» pública que avala el éxito de un proyecto político. El éxito «comercial» de un proyecto político, relega a los otros al anacronismo de ser parte de un discurso sólo «radiofónico», proclamas extemporáneas que se presentan como el sinsentido o bien, como los restos calcinados y sobrevivientes de un sismo que los condena a ser sepultados en el basural de las ideas. Más allá del pánico o la complacencia, de la comodidad o la insatisfacción y, desde luego, más acá de cualquier analítica en torno a la hegemonía audiovisual y su contundente avance tecnológico -la progresiva tecnologización del sujeto-, hoy nos enfrentamos a una producción cultural que captura su propio sentido bajo la impronta del sentido común (consumo común) y que demarca el territorio de la que hoy parece ser el único proyecto colectivo posible, el consumo disciplinar del mandato del marketing.
Desde esta perspectiva, se podría aventurar -simplificadamente- que desde el consumo común se genera el sentido común (sentir la mismo, someter los sentidos a la mismo, obtener un sentido). Un sentido común construido, quizás, por la voluntad desesperada de encontrar la imagen que fije un presente y que frene la crisis ante el peligro del desmoronamiento de un conjunto de imágenes que están en el borde límite de pertenecer a un pasado absoluto, de formar parte del cementerio social de la cultura. No es asunto únicamente del terror a quedar prendido, fechado, historizado en «el siglo pasado», sino de ser relegado al pasado milenio, una medida de tiempo exasperante que convoca la rigurosa certidumbre de la muerte.
La cultura del sentido común (sentir la vivo, sentirse vivo) toca -cómo no- a la institución literaria obligando a la industria editorial a auspiciar y promover producciones adecuadas al nuevo tiempo (que ya contiene los signos de una impresionante antigüedad). ¿Cuáles son los productos literarios adecuados? Simplemente los que forman parte de los acotados sentidos de un presente, una literatura que en vez de consumarse se consuma y para que así suceda, los hilos del mercado exploran inteligentemente trazos (trozos) posibles entre los centros y las periferias, transformando -fugazmente- a la periferia en centro: literatura de jóvenes, literatura de mujeres, literaturas del Este. Para que esta literatura participe -fugazmente- de la atención de los centros, se le solicita su engranaje a una problemática especular (la crisis del Este, por ejemplo, que da sentido a sus autores literarios reprimidos, emigrados, difuntos), o bien su filiación a una audacia inteligible que sea capaz de relatar eróticas y remodelar los antiguos discursos.
Latinoamérica y sus editoriales se des-velan por dotar al colectivo de sus imágenes más presentes (más conscientes), no sólo como una manera de fijar lo literario en el interior del orden cultural, sino, primordialmente, para garantizar la permanencia editorial misma y evitar así la quiebra (el quiebre) institucional.
Esta modalidad ha generado zonas literarias específicas -ciertamente marginales- que estigmatizadas por su no venta (no renta), portan créditos y descréditos, textos que, no obstante, por su descuadre (su estar fuera del sentido común) consiguen perfilar el inconsciente de los otros -como falta o exceso. La escritora mexicana Margo Glantz construye una obra cuya constante es el límite, la frontera difusa entre géneros literarios, entre un saber internacional y un acontecer «sabio» latinoamericano, entre una tradición sacralizada -susceptible de ser interrogada- y una modernidad que cita «lo mismo» y, a la vez, desarticula antiguas operaciones textuales. Territorio límite entre lo narrativo, lo teórico y lo crítico, campo preferencial para comprobar que la escritura -una forma obsesivamente estetizada de escritura- puede penetrar hasta los espacios tangenciales del sujeto, esos espacios en que la letra adquiere su real, alertado y riesgoso cuerpo llevando al sujeto desde el placer -por la letra que él es- hasta la angustia -por la letra que él es. De la amorosa inclinación a enredarse los cabellos (Editorial Océano, México, 1984) es un texto de Glantz que cita un prolijo trabajo de relaciones posibles a partir de la imagen del cabello: «la frivolidad y la muerte, el deseo incontrolable de ser bello y la violencia homicida». El texto se despliega a la manera de un complicado peinado que tarda una cantidad indeterminada de tiempo en materializarse y por ello acude a todos los tiempos y a diversos estilos. Un peinado ritual cuyo sentido es el acto mismo de hacer del pelo la obra, la obra como un ornamento, un sustituto, una barrera, una anécdota, una fachada, un goce.
Glantz examina iconos, figuras «monstruosas» que retocan el imaginario contemporáneo, más bien, que construyen ese imaginario para nombrar allí cuáles son algunos de los supuestos que organizan la fama ambigua que los caracteriza. King Kong, el monstruo tecnológico, el amante infructuoso, es una de las figuras que Glantz construye y reconstruye en su tránsito capilar: «King Kong resurge con su mata de pelo gigantesco destruyendo con su sola y magnética presencia cualquier tratado de mortificación que insista en desterrar el pecado del tacto, pero también como nostalgia de esa peligrosa excitación que se ha corrompido en el diario manoseo de una sexualidad pulverizada» (p. 13). Signo del «gigantismo del discurso publicitario» (p. 11), King Kong el monstruo humanizado (enamorado), re-aparece en el texto de Glantz desde la selección de su vellosidad que produce en el espectador una franca convulsión donde se filtran entre los temblores del miedo (que como todo miedo es siempre regresión, especialmente, infancia), los pliegues prohibidos de una oscura y arcaica confabulación erótica.
Y porque se trabaja en un género fronterizo o más bien, lo que marca la crisis de los géneros literarios en el libro de Glantz es su empecinado rigor por la toma de posesión de estructuras diversas en donde lo ajeno y lo propio se intercambian y en donde el fragmento y la unidad se confrontan con el mismo vértigo de una cabellera enmarañada, es que la palabra desterritorializada -porque nómada, pero jamás palabra errática por su inscripción política- nombra desde el pelo la raza, desde la raza una condición, desde una condición su resistencia, establecida allí, en medio de la frontera: «Los acontecimientos actuales y las murallas de alambre que se colocan en la frontera indican que la lucha que los chicanos iniciaron desde su traje y con su pelo aún no ha terminado» (p. 61) .
La cita es uno de los elementos que Glantz explora para señalar que toda escritura es geológica (como capas terrestres, como ciudades construidas sobre otras, como los recuerdos humanos) y que los temas literarios ya estaban ahí y si estaban ahí, se derriba la vanagloria fundacional, citas cruzadas en que la voz popular se intercambia con la voz académica, con la voz lírica, con la voz religiosa para nombrar en su conjunto cuál pelo, qué cabellera las ornamenta, cuál peinado las devasta: «apenas las arrugas, las canas y demás acompañamientos de la vejez si la pueden persuadir... adereza su rostro y su peinado para ocultar el desorden y la injuria que en él han ocasionado los años» (p. 114) .
Margo Glantz traspasa los artificios del «sentido común» para mostrar el placer de una escritura que evidencia su propia historia y que no evade el riesgo de la exclusión de un mercado, al no depositar la letra en un puro presente. Porque la literatura como la cabellera es susceptible de traspasar la barrera amenazante de la inevitable muerte biológica: «Me importa este tema porque la cabellera es quizás, junto a las uñas, lo que perdura más en un cuerpo muerto.» (p. 7).
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