MARGUERITE: Comenzaste a escribirme cartas después de aquella velada. Muchas cartas. Algunas veces una al día. Eran cartas muy cortas, una especie de billetes, eran, sí, como llamadas lanzadas desde algún lugar imposible para vivir, mortal, una especie de desierto. Aquellos gritos eran de una belleza evidente.
Yo no te contestaba. Conservaba todas las cartas. En el encabezamiento de las cartas podía leerse el nombre del lugar en que habían sido escritas y la hora o el tiempo que hacía: Sol o Lluvia. O Frío. O: Solo.
Y luego, una vez, dejaste pasar bastante tiempo sin escribir. Un mes quizá, ya no sé cuánto duró aquello.
Entonces, a mi vez, en el vacío que había dejado aquella ausencia de cartas, de llamadas, te escribí para saber por qué no me escribías, por qué así, de repente, por qué habías dejado de escribir como si te vieras absolutamente impedido de hacerlo, por ejemplo a causa de la muerte.
YANN: Y es el comienzo. Al día siguiente escribo una carta y ya no paro. Escribo sin cesar. Frases breves, varias veces al día. En ocasiones paso algún tiempo sin escribir y luego vuelvo a empezar, nunca releo lo que escribo, mando la carta inmediatamente. No quiero conservar nada. Le envío paquetes de caras. No espero respuesta. No hay respuesta que esperar. No espero nada. Espero. Sigo escribiendo a la misma dirección, a esa calle que no conozco, a ese piso que no conozco. Ni siquiera sé si ella lee todas las cartas. Ni siquiera lo pienso. No espero cartas de ella. Y, sin embargo, sí, espero. Que lo haga. Que se tome la molestia de escribirme. No de contestarme. No. Quizá de escribir una frase amable, estilo protocolario, le agradezco..., es para mí un gran placer, etcétera. No. Nada. no es su estilo escribir palabras amables, palabras corteses, en absoluto. Yo debería saberlo, ya que he leído sus libros. Me permito esa ingenuidad: un día ella me escribirá.
MARGUERITE: Al teléfono tu voz sonaba ligeramente alterada como por el miedo, intimidada. Yo no la reconocía. Era... no sé decirlo... sí, eso es, era la voz de tus cartas que precisamente yo inventaba, cuando telefoneaste.
Escribiste: Voy a ir.
Yo pregunté: Para qué venir.
Dijiste: Para conocernos.
YANN: Llamo. Digo: "Soy Yann". Ella habla. Largo rato. Temo no tener suficiente dinero para pagar la llamada. Estoy en la central de Correos de Caen. No puedo decirle que deje de hablar. Ella olvida el paso del tiempo. Y dice: "Venga a Trouville, no está lejos de Caen, tomaremos una copa juntos".
MARGUERITE: Hubo un silencio.
Y después fueron los golpes en la puerta y después tu voz: "Soy yo, Yann". No respondí. Los golpes eran muy muy débiles, como si todo el mundo durmiera alrededor, en aquel hotel y en la ciudad, en la playa y en el mar y en todas las habitaciones de hotel las mañanas de verano a la orilla del mar.
Abrí.
Nunca se conoce una historia antes de que haya sido escrita. (...) Y después hubo la puerta que se cerraba detrás de ti y de mi. Detrás del cuerpo nuevo, alto y delgado.
Y después hubo la voz. Aquella voz de increíble dulzura. Distante. Real. Era la voz de tu carta, la voz de mi vida.
YANN: Llamo con los nudillos. Abre la puerta. Sonríe. Me besa. Dice: hay un timbre, ¿sabe? Cuando golpean la puerta, no oigo.
* Extractos sacados de "Yann Andréa Steiner", de MARGUERITE DURAS y "Ese amor" de YANN ANDRÉA STEINER.
En: Desconvencida.
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